viernes, diciembre 24, 2004

El laicismo como nueva religión

Un compañero me pasaba hace unos días un texto no apto para ser publicado por haber sido concebido, añadía, “para el disfrute privado”. No obstante, he hecho mías muchas de las ideas que contenía y no me resisto a dejar aquí ahora constancia de ellas.

1. Es una contradicción en los propios términos decir “bautizo” con el añadido de “laico” porque lo primero tiene un indudable ingrediente religioso- conceptual y lo segundo (“laico”) ha de carecer, por definición, de tal elemento confesional y religioso.

2. Se intenta no perder el significado social ya adquirido y consolidado en el imaginario colectivo de un bautizo, de modo que sin traumas ni merma, se reproduzca para el nuevo “status” social de la laicidad.

3. Así las cosas veremos pronto “procesiones laicas” para que no se pierda el acervo socio-económico y turístico, tendremos “iglesia laicas”, “catedrales laicas”, “laicos yacentes”, “adoraciones y nacimientos laicos” etc.

4. En la operación intelectual de decir “bautizo laico” se percibe con nitidez un intento de apropiación semántica del término “bautizo” con una intencionalidad ideológica, tomando este término en su sentido peyorativo (distorsionar y ocultar la realidad). Se pretende así hacer que fluya el peso histórico-legitimador del ritual simbólico de una bautizo (cristiano) hacia un ritual profano (no sacralizado). Este laicismo es concebido, por tanto, como disfraz de demagogia que ambiciona los procesos de legitimación simbólica que proporciona el fenómeno religioso de masas a la estructuración social y política.

5. Conocida como es la adoración de los progres por la manipulación y el adoctrinamiento, en breve habrá que añadir a los medios de los que ya disfrutan con fruición (BOE, medios de comunicación públicos y privados, cátedras varias, etc.), el del púlpito en el contexto de la misa laica. Habrá que imaginar, por tanto, sacerdotes, arciprestes, canónigos, abades mitrados y obispos laicos, prestos al adoctrinamiento y seguidos de acólitos monaguillescos con campanillas o carracas. En suma, una iglesia jerárquica laica y progre.

Por cierto, ¡Felices Navidades Laicas!


sábado, diciembre 11, 2004

Libertad de expresión y privacidad

Las interesantes y bien documentadas anotaciones de Juan Ramón Rallo sobre el honor y la libertad de expresión en liberalismo.org (ésta y ésta) me plantean algunas cuestiones que quisiera comentar. (Lo hubiera hecho directamente en liberalismo.org, pero no consigo registrarme; espero que mi interpelado tenga la posibilidad de conocer estas consideraciones y, si lo considera oportuno, comentarlas. Es más, animo a los lectores registrados a dar cuenta de ellas en liberalismo.org para que Juan Ramón y sus lectores puedan conocerlas).

La tesis de Juan Ramón es la siguiente “el derecho al honor, la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen (…) me parece una violación clarísima de la libertad de expresión. El hecho de que un tribunal pueda juzgar cuando alguien dice la verdad sobre otro alguien y, en consecuencia, cerrarle la boca al primero, resulta del todo insensato. No digo que no debamos señalar y vilipendiar a los mentirosos, sin embargo, no impidiéndoles que hablen. Si alguna persona se siente vejada, que se defienda si lo considera necesario; así de claro. Lo contrario, recurrir al juzgado, abre la puerta a la inseguridad jurídica más atroz, pues sólo después de que el juez valore los hechos, podemos afirmar saber si hemos delinquido. Algo así como una censura preventiva a la libertad de expresión”.

La argumentación de Juan Ramón parece descansar sobre un doble presupuesto: que el honor, la intimidad y la propia imagen son límites a la libertad de expresión y que dicha limitación, tal y como está configurada en las normas citadas, es previa por lo que nos traslada a una sociedad amordazada.

Pues bien sostengo que dicho presupuesto no es una reconstrucción plausible ni de lo que establece la Constitución ni tampoco de la relación entre la libertad de expresión y la privacidad personal o familiar. Los motivos son dos.

Primero: la Constitución no establece que honor, intimidad y propia imagen sean límites a la libertad de expresión. Más bien sostiene que existen unos bienes personales -el honor, la intimidad y la propia imagen-, cuyo contenido no define (es cada individuo el que lo hace en sus demandas de protección); que dichos bienes están protegidos por un derecho (derecho al honor, la intimidad y la propia imagen) y que éste derecho, a su vez, limita a otro derecho, el de expresarse libremente. Dicha limitación es siempre a posteriori, es decir, que primero tenemos a alguien que se expresa, luego a alguien que se siente ofendido en sus derechos por lo expresado y, por último, a alguien que resuelve el conflicto conforme a reglas generales y conocidas. Podría criticarse que ese último alguien resuelva conforme a reglas conocidas, pero la alternativa es que resuelva conforme a reglas desconocidas (ejemplo, su estado de ánimo esa mañana o su ideología). Podría criticarse que se resuelva conforme a reglas generales, pero la alternativa es que se resuelva conforme a reglas particulares y ¿en la mente de qué autoridad caben todos los conocimientos y circunstancias que hay que considerar para resolver en un plan hoy todos los conflictos de derechos que hayan de producirse en el futuro? Podría, por último, criticarse que sea el juez y no un árbitro libremente escogido por las partes, pero eso no tiene nada que ver con la tesis de Juan Ramón (creo que ni siquiera con la legislación española, pues efectivamente es posible que el ofendido por unas declaraciones llegue a un acuerdo privado con el ofensor y satisfagan mutuamente sus pretensiones, de hecho ocurre mucho: uno paga y el otro retira la demanda o no la presenta).

Segundo. Las cosas no parece que puedan ser de otro modo. Me explico: para Juan Ramón la libertad de expresión es un derecho absoluto. Pero en términos jurídicos, no existen derechos absolutos. En términos morales, quizás sí. Cabe pensar en una moral construida a partir de un derecho (la propiedad) que actúe como axioma de los restantes preceptos morales. Pero esto ocurre en la moral porque es individual y autónoma. Sin embargo, el derecho es necesariamente heterónomo o, al menos, intersubjetivo. Jurídicamente hablando aunque se reconociese en una constitución que un derecho es absoluto habría que armonizar su ejercicio cuando son dos los sujetos que lo hacen.

Imagino que Juan Ramón refutaría estas objeciones afirmando que para él efectivamente la libertad de expresión es absoluta y que si su ejercicio genera conflictos entre distintos individuos, pues que para solucionarlos está el mercado. Bien, es una buena respuesta, pero una respuesta incoherente con los presupuestos que Juan Ramón afirma defender o, al menos, con la reconstrucción que yo hago de ellos.

En primer lugar, creo que la libertad de expresión así concebida nos traslada a una sociedad transparente, pero dicho sea de paso, también orwelliana e incompatible con el individualismo y la privacidad.

En segundo lugar, llama la atención que Juan Ramón insista en que no existe algo llamado “honor”, “intimidad personal y familiar” o “propia imagen” que forme parte del patrimonio de los individuos. Mi tesis, por el contrario, es que el honor, la intimidad y la propia imagen son propiedad de cada individuo. Y como propietario los defiende frente a perjuicios, expropiaciones, agresiones y apropiaciones ajenas.

Que Juan Ramón no sostiene tal tesis quedaría acreditado con el siguiente ejemplo. Afirma que no ve “cuál es el inconveniente en que yo afirme que Ronaldo respalda mis productos (incluso incluyendo su fotografía), pues siempre el susodicho puede desmentirme (en cuyo caso, poca duda habría sobre si respalda mis productos) e incluso hacer decidida campaña por la competencia”.

Pues yo sí veo un inconveniente. Yo pensaba que “el núcleo central del credo libertario consiste (…) en establecer el derecho absoluto a la propiedad privada de todo hombre: primero, sobre su propio cuerpo y segundo sobre los recursos naturales previamente no usados que el hombre transforma primeramente por el trabajo” (Rothbard). La notoriedad y rentabilidad de la imagen de Ronaldo es el efecto de su esfuerzo, de su trabajo, y, por tanto, es de su propiedad, como los lucros que se obtengan del uso o venta de esa imagen. Y si alguien usa la imagen del Ronaldo para lucrarse sin su consentimiento, pues estará saqueándolo. Otra cosa, obviamente, es que le pague a Ronaldo por usar su imagen y que él acceda a permitir su uso a cambio del precio que se le ofrece, pero esto es efectivamente algo distinto muy distinto a lo que se sigue del ejemplo de Juan Ramón.

Resumiendo: Juan Ramón parece querer privarnos de nuestra propiedad cuando, tácitamente, propone colectivizar el honor, la intimidad y la imagen porque lo exige así la transparencia social. Nuestra intimidad, nuestra imagen y nuestro honor pasan a sí a ser propiedad de la sociedad cuya transparencia exige su sacrificio y su colectivización. ¿Sacrificio de los derechos en pos de un objetivo colectivo? ¿Bienes colectivos? ¡Y yo que creía esto no casaba muy bien con el liberalismo, con el individualismo y el derecho a la propiedad!

Curiosamente, la Constitución y la LO 1/82 son patrimonialistas. Efectivamente, establece la LO 1/82 que no hay vulneración de la imagen, la intimidad o el honor, si el supuestamente ofendido consiente e incluso afirma que puede consentir primero y luego cambiar de criterio, si bien en este caso tendrá que indemnizar al que estuviera lucrándose con su imagen, su honor o intimidad por los perjuicios que éste hubiese sufrido en su propiedad. Por una vez la ley reconoce que el individuo es soberano sobre sus propios derechos (él establece cuándo su honor ha sido vulnerado) y que el contenido último de los derechos es patrimonial (él establece cuánto vale dicha vulneración, aunque obviamente será otro el que diga si dicha valoración es correcta, oídas todas las partes). Y pregunto ¿Qué hay de malo en todo esto?

jueves, diciembre 09, 2004

La izquierda, la ONU y el Estado mundial

Hace tiempo que ciertos juristas de izquierdas vienen propugnando la superación de la soberanía estatal al entender que los Estados nacionales ya no desempeñan ninguna función útil ni interesante. Los motivos que se aducen son los siguientes:
1)
Todos los seres humanos, con independencia de su nacionalidad, son iguales en derechos.
2) Gran parte de los catálogos de derechos están contenidos en tratados internacionales.
3) Los Estados han sido históricamente grandes vulneradores de los derechos.
(Así planteada, la propuesta parece incluso atractiva: alguien podrían pensar que la izquierda se rinde al liberalismo y a la globalización. Pero no hay que dejarse engañar. Los problemas vienen inmediatamente cuando se comprueba lo que sigue.)
4) Los derechos que más preocupan a estos juristas de izquierdas son los derechos sociales, derechos que exigen una acción positiva por parte de las autoridades a través de políticas públicas de prestaciones orientadas a la igualdad material.
5) Haría falta una autoridad supraestatal competente para llevar a cabo estas políticas públicas a nivel planetario y autoridad para sancionar a los Estados que infrinjan los derechos reconocidos en los tratados.
Eureka! El problema era el Estado, pero la solución es más Estado todavía.
Lo que realmente pretende la izquierda de este modo es la globalización del poder. El programa de la izquierda respecto del Estado no contempla su desaparición, sino la progresiva sustitución de los Estados nacionales por un Estado mundial con una constitución a medida de contenido eminentemente social.
Esta conclusión explica la fascinación de progresistas por la ONU: lo que realmente ven en la organización internacional es el germen de un Estado social mundial. La Santa Alianza del progresismo y la justicia social. Y esto, claro está, hace las delicias de cualquier planificador.
Frente a tan maximalista pretensión hay que recordar lo siguiente:
1) Ni aún admitiendo, como dato biológico o etológico, que los miembros de ciertas especies tienden a agruparse para garantizar mejor su supervivencia, podríamos estar de acuerdo con la perspectiva de un Estado mundial. En el caso de los humanos la agrupación mínima demostrable (por tanto la única realmente relevante para extraer conclusiones generales), se logra mediante redes interpersonales de solidaridad recíproca a las que los individuos se agregan voluntariamente con el objetivo de garantizar su vida, su propiedad y sus tradiciones, dando lugar, históricamente, a grupos de individuos cultural, política y militarmente diferenciados.
2) Sólo en un contexto de afianzamiento y compromiso universales de las ideas de la libertad, cabría plantearse la sustitución de los Estados nacionales por una autoridad mundial con, como poco, los mismos límites que los Estados nacionales. Mientras tanto, la propuesta debe rechazarse ¿Alguien imagina un Estado mundial de corte totalitario? Frente a tal Leviatán sólo cabría la resistencia; no habría ni posibilidad de asilo. (Descarto pedirlo en el estado de otro planeta, pues entonces el riesgo sería el de un estado galáctico o universal, lo que, por cierto, causaría orgasmos espasmódicos a nuestros planificadores).
3) Frente a la perspectiva de un Estado mundial, mejor una visión policéntrica, competitiva o conflictiva de las relaciones internacionales, estructurada a partir de agregados humanos diferenciados política, militar y culturalmente. Los individuos, obviamente, serían libres para su adscripción a cualquiera de estos agregados, lo que produciría una sana competencia entre las diversas culturas o civilizaciones.
4) Finalmente, y frente a la perspectiva de un derecho mundial, mejor un derecho mundial mínimo y regido por el principio de la subsidiariedad que permitiría su aplicación sólo en última instancia y en defecto de regulaciones de orden inferior, las cuales habrían además de ser subsidiarias de la propia libertad individual.
(El jurista de izquierdas es L. Ferrajoli. Las consideraciones finales se inspiran en ideas de D. Zolo e I. Eibl-Eibesfeldt)

martes, diciembre 07, 2004

Reforma constitucional, ingeniería social

Al parecer, según un sondeo de Sigma-Dos para El Mundo, casi el 70% de los españoles cree que ha llegado la hora de modificar la Constitución. Esta repentina preocupación contrasta con las que vienen reflejando los barómetros del CIS. Por citar el de expectativas 2004, a los sempiternos paro, drogas, inseguridad y terrorismo, se suma, muy a lo lejos, los problemas políticos (9,8%) único apartado donde me atrevería a incluir la preocupación por la reforma de la carta magna.
Desde luego preguntas como "¿cree usted que ha llegado el momento de reformar la Constitución?" invitan en sí mismas a la respuesta positiva, pero preguntémonos además qué motiva esa afirmación o mejor, qué o quién la induce.
Mi tesis es que se trata de una preocupación ficticia e inducida. Que es ficticia queda demostrado al no referirse como preocupación a la más fiable pregunta "¿qué le preocupa?" o al "cite sus cuatro principales preocupaciones". Creo que sólo Carod Rovira, Maragall y adyacentes incluirían a la constitución entre sus genuinas preocupaciones. Sin embargo, lo cierto es que estos señores han conseguido inducir una respuesta positiva a una pregunta (la de Sigma-Dos para El Mundo) que no está respaldada por una genuina preocupación (véase el bárometro del CIS).
Todo esto es inquietante. ¿Por qué?
Ya comenté en el post anterior algunos de los motivos por los que el derecho ha de asentarse sobre bases sólidas. Recordaba además que Hayek advertía que una sociedad para ser libre y así poder crecer en riqueza y bienestar, necesita de un contexto jurídico estable. Por los mismos motivos, una constitución sujeta a constantes reformas no parece ser el marco jurídico más apropiado para el desarrollo de una sociedad libre.
Sin embargo, lo que está en juego con la reforma constitucional que comienza a gestarse, no son sólo unos meses de debate político y de inseguridad jurídica y económica. Es más que eso: la reforma probaría que hay quien dispone de la constitución y que tiene capacidad para ajustarla a sus pretensiones induciendo falsas preocupaciones en la opinión pública. Es decir, prueba que quienes realmente disponen de la constitución no son los individuos que deciden cómo, cuándo y en qué se reforma, sino los políticos que la cambian según sus caprichos y que además éstos lo hacen sabedores de que luego los mismos que fueron previsibles ante el encuestador convalidarán obedientemente en un plebiscito cualquier iniciativa que se les formule.
Nos pedirán el sí a la reforma, si lo piden, y, si votamos que sí, dirán que ellos, hombres de estado, se habían anticipado a nuestras inquietudes, que han aliviado nuestras preocupaciones y que han demostrado ser útiles. Sin embargo, lo cierto es que el tema no nos inquieta y, si parece hacerlo, es porque lo provoca la pregunta del encuestador o, como mucho, porque los políticos de izquierda, los amantes de la ingeniería social, han inducido tal inquietud. Votar que sí supone, por tanto, admitir que los políticos tienen derecho a inquietarnos o a establecer nuestras preferencias ¿Esto no es consentir una forma de planificación y de la peor calaña?
Por cierto, ¿cuántos europeos tenían el sueño perdido por no tener una Constitución europea? A mí, pensar en una UE sin constitución ni me quitaba ni me quita el sueño. Luego, ni quería ni quiero euroconstitución y, por tanto, tengo claro mi voto: no. Insisto votar lo contrario es admitir que son otros los que tienen derecho a determinar nuestros deseos y preferencias. Por eso votaré que sí sólo cuando sea yo quien se inquieta, lo siente y lo pide. Votar que sí ahora es gritar “vivan las caenas”.

lunes, diciembre 06, 2004

Anotaciones a Atlas Shrugged (II): libertad y derecho

Hank Rearden ante el tribunal que le exige que se defienda cuando pretenden juzgarlo por comerciar declara “un detenido puede defenderse sólo si hay un principio objetivo de justicia reconocido por los jueces participantes, un principio que defienda sus derechos, que él pueda invocar y que nadie esté en condiciones de violar. La ley por la que ustedes me juzgan sostiene que no existen principios, que yo no tengo derechos y que pueden hacer conmigo lo que quieran. Muy bien, háganlo” (Aynd Rand, La rebelión de Atlas, p.465).
La existencia de principios objetivos de justicia tiene mala prensa. Efectivamente los principios de justicia no parecen existir del mismo modo en que existen los metales o las montañas.
Ahora bien ¿Son posibles otras formas de existencia objetiva para tales principios? Definitivamente, sí.
Por ejemplo, el espíritu de libertad arraigado en un pueblo. La firme conciencia de que cada individuo es un fin en sí mismo y que cada uno tiene una serie de derechos y libertades que no están sujetos a condición ni pueden ser objeto de concesión o expoliación.
También Hayek, en su infatigable defensa de la generalidad de las leyes, apuesta por un cuerpo de principios análogo: un gobierno que sólo puede ejercer coacción sobre los ciudadanos de acuerdo con leyes generales preestablecidas a largo plazo, pero no en virtud de fines particulares y temporales, no es compatible con cualquier clase de orden económico (Los fundamentos de la libertad, p.264).
Y aquí va la conclusión de todo esto: es un error afirmar que es la ley es la que define cuáles son nuestros derechos y cuál su contenido. Al hacerlo así quedamos enteramente en manos de las autoridades y nuestros derechos quedan completamente a su merced. Este proceso es parecido al ocurrido con el oro y el dinero de curso legal.
1) Al renunciar a fijar el valor de los bienes y servicios en función de un criterio social o intersubjetivo (el oro) y pasar a hacerlo mediante dinero de curso legal, pusimos en manos del estado el poder de fijar el valor de nuestro patrimonio y nuestro trabajo, pues, al fin y al cabo, es el estado el que emite el dinero y el que, por tanto, puede degradar su valor.
2) Igual: al olvidar que nuestros derechos tienen su origen en referentes morales que son previos al estado mismo y a sus normas, estamos también concediendo al estado el poder de fijar el contenido último de nuestra libertad.
Al hacerlo así habremos tomamos el camino de la servidumbre.

Constitucionalismo a la america y a la europea

Hayek, en Los fundamentos de la libertad, repasa algunos de los debates acaecidos durante la aprobación de la Constitución de los Estados Unidos. En concreto, llaman la atención las reservas de Hamilton a la inclusión en la Constitución de una carta de derechos (Bill of Rights). Hamilton se opuso por considerar que las declaraciones de derechos en una constitución no sólo son innecesarias, sino que incluso pueden ser peligrosas en la medida en que tienden a prevenir los efectos del ejercicio del poder frente a los individuos en cuestiones para las que nadie ha atribuido al gobierno competencia alguna para actuar. Dicho de otro modo, si se reclama un derecho para limitar al gobierno, es porque previamente se ha atribuido al gobierno poder para afectarlo; pero si nadie le ha conferido poder al gobierno sobre algún asunto -y We the People somos la única fuente de autoridad- no hay nada que limitar ni que reconocer. Si aun así se reconoce sólo se crea confusión y se promueve la idea de que el gobierno tiene poderes implíticos que van más allá de los que le han conferido los individuos. Por ejemplo, si una constitución proclama la libertad de prensa, alguien podría pensar que previamente se ha conferido poder al estado para regular la libre difusión de la información por los individuos; pero si todos tenemos claro que no se ha conferido al estado tal poder, las garantías son innecesarias.
Finalmente se impuso la idea de proclamar los derechos, si bien los riesgos a los que aludía Hamilton pretendieron superarse mediante la disposición de la Enmienda Novena que establece que la enumeración de ciertos derechos en la Constitución no se interpretará como negación o menosprecio de otros que conserva el pueblo (“The enumeration in the Constitution, of certain rights, shall not be construed to deny or disparage others retained by the people.”) y también mediante la de la Décima que establece que los poderes que la Constitución no delega a los Estados Unidos ni prohíbe a los Estados, queda reservados a los Estados o al pueblo (“The powers not delegated to the United States by the Constitution, nor prohibited by it to the States, are reserved to the States respectively, or to the people”).
Es decir, que en la cultura política americana, lo primero, cronológica y axiológicamente, son los derechos, esto es, la libertad de los individuos; en un segundo momento éstos delegarán algunas facultades a las autoridades públicas y es entonces, en un tercer momento, cuando se procede a asegurar mediante una constitución, mediante límites, frenos y contrapesos que esas mismas autoridades no se extralimiten en el ejercicio de los poderes conferidos. Sin embargo, según este esquema, no es necesario garantizar mediante normas constitucionales los derechos frente a poderes no conferidos puesto que el gobierno no podrá vulnerarlos de ningún modo extralimitándose en sus competencias por la sencilla razón de que no se le han conferido dichas competencias.
La cultura política europea –a causa de su positivismo y su mayor estatalismo– es bien distinta. Aquí lo primero es el poder del estado, monopolio de la violencia y garante de la paz, que permitiría superar un estado previo de libertad, naturaleza o de guerra que se reputa absolutamente negativo e inviable. Los europeos, podríamos pensar, nacemos súbditos pues primero aparece el estado (antes había algo así como cuerpos o salvajes, pero no individuos libres) y, con él, el estatus de ciudadanía cuando el propio estado decide autolimitarse reconociendo ciertos derechos a sus súbditos, es decir, imponerse a sí mismo límites en el ejercicio de sus poderes y competencias. Sólo en ese momento, es posible hablar de derechos.
Desde esta óptica se entiende que los europeos celebremos el reconocimiento de más y más derechos: es una forma de ampliar su libertad frente al estado. (O al menos era así hasta que comenzaron también a reconocerse derechos a través del estado y frente a los restantes ciudadanos, pues no de otro modo habría que describir a los conocidos como derechos de solidaridad, ya que éstos realmente son deberes impuestos a unos ciudadanos a favor de otros asegurados por la coerción del estado).
Los americanos, sin embargo, ven las cosas desde una óptica completamente diversa. Para ellos, desde luego, no tiene ningún sentido que el estado reconozca un derecho si esto supone imponer un deber a unos individuos en beneficio de otros. De otro lado tampoco tiene sentido proteger un derecho frente al poder si nadie le ha conferido a éste competencias al respecto. De ahí que nada haya que reconocer ni limitar donde no hay poder para vulnerar. (De este modo ¿por qué suscribir la Declaración de Derechos del Niño si nadie les ha conferido poder a las autoridades para afectar en modo alguno a los niños?)
En conclusión, bajo los parámetros de la cultura política europea, nacemos siervos y algunos luchamos por ser más libres exigiendo nuevos derechos (salvo los de solidaridad con los que algunos creen ser más libres a costa de que todos seamos más siervos). En la cultura política americana, se nace libre y se lucha por seguir siéndolo. Sin matices.

domingo, diciembre 05, 2004

Anotaciones a Altas Shrugged (I): el papel de los intelectuales

La lectura de "La rebelión de Atlas" (Grito Sagrado, Buenos Aires, 2003) es de lo más gratificante para cualquiera que se sienta mínimamente liberal.
Seleccionaré en éste y en otros post algunos pasajes de la novela que me han parecido particularmente interesantes, con la intención formular algunas consideraciones e ideas que, luego, puedan ser discutidas.
El primero está en las páginas 529 y 530 y va dedicado a los intelectuales y su relación con el poder del estado.
Este es el contexto: los burócratas de Washington patrocinan una reunión para considerar los efectos de la adopción de ciertas medidas colectivizadoras de la propiedad. Su objetivo, dicen, es garantizar la igualdad, la seguridad y evitar la competencia. Por ese motivo, se pretende también congelar los derechos de autor prohibiendo la edición de nuevas obras literarias. Afirman que ya hay muchos libros en el mercado y que los buenos escritores que sistemáticamente obtienen éxito tienen el deber de ser solidarios con sus restantes colegas. ¿Cómo? Pues dejando de publicar nuevas obras, con lo que se forzará a los lectores a adquirir los libros ya publicados que no despertaron antes su interés ni lograron éxito de ventas. Así se alcanzaría la seguridad absoluta (todos los escritores, buenos y malos, sabrán de antemano que sus libros se van a vender) y se realizaría el ideal de la igualdad entre los escritores. Uno de los participantes en la reunión plantea si esta medida no les supondrá ganarse la oposición de los intelectuales. Esta es la respuesta: "No lo harán (...). Los intelectuales a los que se refiere son los primeros en gritar cuando todo parece seguro, y los primeros en cerrar la boca ante el menor síntoma de peligro. Pasan años discutiendo acerca de quiénes les dan de comer y lamen la mano de quien abofetea sus respetables rostros. ¿Acaso no han entregado cada uno de los países de Europa, uno tras otro, a comités de saqueadores? ¿No se han cansado de gritar que se supriman los timbres de alarma y que se abran los cerrojos para permitir la entrada de tales pistoleros a sueldo? ¿Han vuelto a oir hablar de ellos desde entonces? ¿No proclamaban acaso que eran amigos de los trabajadores? ¿Pero alguien les ha oido levantar la voz acerca de las cuadrillas de trabajadores forzados, los campos de esclavitud, la jornada de catorce horas y la mortalidad por escorbuto en las repúblicas populares europeas? Al contrario, proclaman ante los desdichados sometidos que el hambre es prosperidad; la esclavitud, libertad; la tortura, amor fraterno; y añaden que, si ciertos enemigos del pueblo no lo quieren comprender, sufren por culpa de ellos mismos ¡y que son los cuerpos mutilados en los sótanos de las cárceles los que tienen la culpa de todos sus problemas, no los líderes benevolentes! ¿Intelectuales? Ustedes deberían preocuparse acerca de otra clase de hombres, pero no de los intelectuales modernos, éstos se los tragan todo. Me da más miedo una rata perteneciente a un sindicato de estibadores de muelle, porque puede recordar de improviso que es humano, y , a partir de entonces, quizás no sea tan fácil mantenerlo a raya. Pero... ¿los intelectuales?: hace tiempo olvidaron su humanidad definitivamente. Creo que su educación siempre ha tratado de conseguir tal cosa. Hagan lo que quieran con los intelectuales, lo aceptarán todo"
Añade otro de los que discuten: "No hay que preocuparse por los intelectuales (...). Sólo designe a algunos de ellos para que integren la nómina del gobierno y envíelos a predicar lo que acaba de mencionar el señor Kinnan: que la culpa es de las víctimas. Déles salarios suficientes para su comodidad, otórgueles títulos llamativos, y se olvidarán de los derechos de autor. Ya verá usted, terminarán haciendo una mejor tarea para ustedes que la que hacen los equipos de funcionarios gubernamentales".
Este post está inspirado por el lamentable papel de la clase intelectual europea (con algunas excepciones) con respecto a los crímenes del comunismo. También y especialmente al papel del conocido como "mundo de la cultura" español con respecto a los asesinatos de ETA, al asesinato de Theo Van Gogh, a los presos políticos cubanos y a tantos otros acontecimientos dramáticos respecto de los que guardaron y guardan silencio.