Las interesantes y bien documentadas anotaciones de Juan Ramón Rallo sobre el honor y la libertad de expresión en liberalismo.org (ésta y ésta) me plantean algunas cuestiones que quisiera comentar. (Lo hubiera hecho directamente en liberalismo.org, pero no consigo registrarme; espero que mi interpelado tenga la posibilidad de conocer estas consideraciones y, si lo considera oportuno, comentarlas. Es más, animo a los lectores registrados a dar cuenta de ellas en liberalismo.org para que Juan Ramón y sus lectores puedan conocerlas).
La tesis de Juan Ramón es la siguiente “el derecho al honor, la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen (…) me parece una violación clarísima de la libertad de expresión. El hecho de que un tribunal pueda juzgar cuando alguien dice la verdad sobre otro alguien y, en consecuencia, cerrarle la boca al primero, resulta del todo insensato. No digo que no debamos señalar y vilipendiar a los mentirosos, sin embargo, no impidiéndoles que hablen. Si alguna persona se siente vejada, que se defienda si lo considera necesario; así de claro. Lo contrario, recurrir al juzgado, abre la puerta a la inseguridad jurídica más atroz, pues sólo después de que el juez valore los hechos, podemos afirmar saber si hemos delinquido. Algo así como una censura preventiva a la libertad de expresión”.
La argumentación de Juan Ramón parece descansar sobre un doble presupuesto: que el honor, la intimidad y la propia imagen son límites a la libertad de expresión y que dicha limitación, tal y como está configurada en las normas citadas, es previa por lo que nos traslada a una sociedad amordazada.
Pues bien sostengo que dicho presupuesto no es una reconstrucción plausible ni de lo que establece la Constitución ni tampoco de la relación entre la libertad de expresión y la privacidad personal o familiar. Los motivos son dos.
Primero: la Constitución no establece que honor, intimidad y propia imagen sean límites a la libertad de expresión. Más bien sostiene que existen unos bienes personales -el honor, la intimidad y la propia imagen-, cuyo contenido no define (es cada individuo el que lo hace en sus demandas de protección); que dichos bienes están protegidos por un derecho (derecho al honor, la intimidad y la propia imagen) y que éste derecho, a su vez, limita a otro derecho, el de expresarse libremente. Dicha limitación es siempre a posteriori, es decir, que primero tenemos a alguien que se expresa, luego a alguien que se siente ofendido en sus derechos por lo expresado y, por último, a alguien que resuelve el conflicto conforme a reglas generales y conocidas. Podría criticarse que ese último alguien resuelva conforme a reglas conocidas, pero la alternativa es que resuelva conforme a reglas desconocidas (ejemplo, su estado de ánimo esa mañana o su ideología). Podría criticarse que se resuelva conforme a reglas generales, pero la alternativa es que se resuelva conforme a reglas particulares y ¿en la mente de qué autoridad caben todos los conocimientos y circunstancias que hay que considerar para resolver en un plan hoy todos los conflictos de derechos que hayan de producirse en el futuro? Podría, por último, criticarse que sea el juez y no un árbitro libremente escogido por las partes, pero eso no tiene nada que ver con la tesis de Juan Ramón (creo que ni siquiera con la legislación española, pues efectivamente es posible que el ofendido por unas declaraciones llegue a un acuerdo privado con el ofensor y satisfagan mutuamente sus pretensiones, de hecho ocurre mucho: uno paga y el otro retira la demanda o no la presenta).
Segundo. Las cosas no parece que puedan ser de otro modo. Me explico: para Juan Ramón la libertad de expresión es un derecho absoluto. Pero en términos jurídicos, no existen derechos absolutos. En términos morales, quizás sí. Cabe pensar en una moral construida a partir de un derecho (la propiedad) que actúe como axioma de los restantes preceptos morales. Pero esto ocurre en la moral porque es individual y autónoma. Sin embargo, el derecho es necesariamente heterónomo o, al menos, intersubjetivo. Jurídicamente hablando aunque se reconociese en una constitución que un derecho es absoluto habría que armonizar su ejercicio cuando son dos los sujetos que lo hacen.
Imagino que Juan Ramón refutaría estas objeciones afirmando que para él efectivamente la libertad de expresión es absoluta y que si su ejercicio genera conflictos entre distintos individuos, pues que para solucionarlos está el mercado. Bien, es una buena respuesta, pero una respuesta incoherente con los presupuestos que Juan Ramón afirma defender o, al menos, con la reconstrucción que yo hago de ellos.
En primer lugar, creo que la libertad de expresión así concebida nos traslada a una sociedad transparente, pero dicho sea de paso, también orwelliana e incompatible con el individualismo y la privacidad.
En segundo lugar, llama la atención que Juan Ramón insista en que no existe algo llamado “honor”, “intimidad personal y familiar” o “propia imagen” que forme parte del patrimonio de los individuos. Mi tesis, por el contrario, es que el honor, la intimidad y la propia imagen son propiedad de cada individuo. Y como propietario los defiende frente a perjuicios, expropiaciones, agresiones y apropiaciones ajenas.
Que Juan Ramón no sostiene tal tesis quedaría acreditado con el siguiente ejemplo. Afirma que no ve “cuál es el inconveniente en que yo afirme que Ronaldo respalda mis productos (incluso incluyendo su fotografía), pues siempre el susodicho puede desmentirme (en cuyo caso, poca duda habría sobre si respalda mis productos) e incluso hacer decidida campaña por la competencia”.
Pues yo sí veo un inconveniente. Yo pensaba que “el núcleo central del credo libertario consiste (…) en establecer el derecho absoluto a la propiedad privada de todo hombre: primero, sobre su propio cuerpo y segundo sobre los recursos naturales previamente no usados que el hombre transforma primeramente por el trabajo” (Rothbard). La notoriedad y rentabilidad de la imagen de Ronaldo es el efecto de su esfuerzo, de su trabajo, y, por tanto, es de su propiedad, como los lucros que se obtengan del uso o venta de esa imagen. Y si alguien usa la imagen del Ronaldo para lucrarse sin su consentimiento, pues estará saqueándolo. Otra cosa, obviamente, es que le pague a Ronaldo por usar su imagen y que él acceda a permitir su uso a cambio del precio que se le ofrece, pero esto es efectivamente algo distinto muy distinto a lo que se sigue del ejemplo de Juan Ramón.
Resumiendo: Juan Ramón parece querer privarnos de nuestra propiedad cuando, tácitamente, propone colectivizar el honor, la intimidad y la imagen porque lo exige así la transparencia social. Nuestra intimidad, nuestra imagen y nuestro honor pasan a sí a ser propiedad de la sociedad cuya transparencia exige su sacrificio y su colectivización. ¿Sacrificio de los derechos en pos de un objetivo colectivo? ¿Bienes colectivos? ¡Y yo que creía esto no casaba muy bien con el liberalismo, con el individualismo y el derecho a la propiedad!
Curiosamente, la Constitución y la LO 1/82 son patrimonialistas. Efectivamente, establece la LO 1/82 que no hay vulneración de la imagen, la intimidad o el honor, si el supuestamente ofendido consiente e incluso afirma que puede consentir primero y luego cambiar de criterio, si bien en este caso tendrá que indemnizar al que estuviera lucrándose con su imagen, su honor o intimidad por los perjuicios que éste hubiese sufrido en su propiedad. Por una vez la ley reconoce que el individuo es soberano sobre sus propios derechos (él establece cuándo su honor ha sido vulnerado) y que el contenido último de los derechos es patrimonial (él establece cuánto vale dicha vulneración, aunque obviamente será otro el que diga si dicha valoración es correcta, oídas todas las partes). Y pregunto ¿Qué hay de malo en todo esto?