miércoles, enero 26, 2005

Hart y Devlin sobre la moral y la libertad

Hace unos días, debatiendo con copypaste en Hispalibertas sobre la eutanasia me comprometí a dedicar un comentario a un debate que tuvo lugar a mediados del pasado siglo entre Lord Devlin y H.L.A. Hart a propósito de si el derecho es o no un instrumento para la imposición coactiva de la moral. Copypaste afirmaba allí que tras toda norma jurídica hay siempre un posicionamiento moral y que igual que quien se muestra favorable o contrario a la eutanasia pretende imponer penalmente sus planteamientos morales, quien es partidario de la igualdad pretende hacer lo propio mediante un sistema fiscal progresivo, posición esta que era la del propio copypaste. Entonces llamé la atención a copypaste sobre sus argumentos y le advertí que aun admitiendo que a toda ley subyace una moral específica esto no significa que cualquier moral sea equivalente a todas las demás posibles; también hice notar a copypaste que, al posicionarse como lo hacía, estaba sumándose a la posición de Devlin en el debate que ahora quiero comentar.

Sir Patrick Devlin, en su momento, utilizando un argumento similar al que emplea copypaste para los impuestos, se mostró partidario de asimilar delito a pecado y de penalizar la homosexualidad. Efectivamente, Lord Devlin consideraba que toda sociedad es una comunidad de ideas a propósito de lo bueno y lo malo, es decir, una comunidad moral y que sin ese acervo ético común toda sociedad se desintegraría. Como la función principal de los gobiernos es garantizar la supervivencia de la sociedad, todo gobierno debería poder utilizar el derecho para reforzar las ideas que cohesionan al grupo, del mismo modo que lo utiliza para imponer cualquier otro factor imprescindible para la supervivencia de la sociedad como tal. Si toda sociedad está autorizada a defenderse por medio de leyes frente a los delitos de traición o sedición porque dichos actos afectan a su propia estabilidad, entonces también puede oponerse a la desviación moral si eso afecta a los valores que la cimentan. Eliminar el vicio, por tanto, es una función estatal y si las autoridades constatan que una conducta genera rechazo, indignación o repulsa están autorizadas a reprimirla penalmente al margen de que dicha conducta haya dañado o no a terceros, se realice en público o en privado o entre adultos que libremente consienten.

Hart, partidario más bien de un derecho penal basado en la idea de daño a terceros y no en "virtudes", argumentó que del hecho de que una sociedad sea una comunidad de valores compartidos, no se sigue que todos esos valores tengan la misma importancia o que la sociedad vaya a derrumbarse si el derecho no los impone del modo más enfático posible, esto es, criminalizando el pecado. Cuestionó además que los sentimientos de intolerancia, indignación o repulsión frente a conductas de otros, sean un criterio válido para discriminar entre lo bueno y lo punible, esto es, para decidir que conductas inmorales han de ser penadas. Antaño, afirmó, se quemaba a ancianas por suponerlas brujas y quienes prendían la hoguera creían sinceramente en la bondad de su acción. Estos sentimientos han de ser contrastados, dice Hart, racionalmente antes de convertirlos en el parámetro de la penalización.

Volvamos ahora al asunto de la eutanasia y la discusión, siempre amable, con copypaste. Mi posición entonces es la de ahora: aun admitiendo que a toda ley subyace un punto de vista moral, esto no significa que todos los puntos de vista morales en que el derecho puede inspirarse sean equivalentes entre sí, es decir, igualmente buenos o malos. En concreto, no es lo mismo la moral que inspira a un código penal que castigue a los homosexuales que el punto de vista de quien no lo hace por considerar que ese tipo de actitudes son generalmente privadas y, en todo caso, absolutamente libres. No es correcto asimilar ambos puntos de vista porque mientras que el primero pretende condicionar nuestras preferencias más personales e imponernos modelos de virtud ideales, el segundo no lo hace.

Por ese mismo motivo rechacé que fuese lo mismo imponer coactivamente una moral igualitarista o imponer una moral de corte liberal. Es más, consideré que la “imposición” de la segunda no es realmente auténtica imposición, mientras que la primera lo es por definición. Efectivamente, una moral igualitarista supone que alguien decide cuáles son mis necesidades básicas y cuál la escala de mis preferencias y, en segundo lugar, que ese alguien impone coactivamente estas valoraciones, vía fiscalidad y código penal. Una moral liberal, sin embargo, deja a cada uno definir sus necesidades e intereses y no se pronuncia ni pretende alterar la cantidad de esfuerzo necesario para su satisfacción. Es decir, nos traslada a un escenario donde nadie puede definir por otros qué es lo necesario o lo superfluo ni tampoco puede imponerlo coactivamente ni fijar de antemano la cantidad de esfuerzo a aplicar para dar satisfacción a nuestros intereses o la cantidad de esfuerzo de alguien que ha de ir dirigida a dar satisfacción a las que se han juzgado son las necesidades de otros.
En suma, los impuestos progresivos y la moral igualitarista son a la homofobia lo que la moral liberal al respeto hacia el modo en que cada uno vive su propia sexualidad.

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