miércoles, agosto 31, 2005

Cuestionando lo incuestionable: el anarcoliberalismo

En las últimas semanas se han planteado diversos debates a propósito de ciertos juicios éticos de naturaleza controvertida formulados por comentaristas adscritos a posiciones liberales o libertarias (por ejemplo, éstos). También son conocidas algunas obras, como por ejemplo, ésta de Rothbard (este texto publicado en la web, también vale) o ésta de Hoppe, que plantean tesis osadas y, en cierto modo, inquietantes en el campo ético o la organización institucional.

He de reconocer que se trata de propuestas éticas atractivas, envolventes y sugerentes. El motivo, como expondré inmediatamente, no es otro que la sencillez de los principios a partir de los que se construyen así como el recurso a métodos lógicos, igualmente simples, para derivar sucesivas reglas de comportamiento. Sin embargo, pese a esa atracción inicial y estos rasgos, me costaba y me cuesta aceptar la procedencia de algunas de las conclusiones e implicaciones últimas de las éticas libertarias. Recurriré a un ejemplo de lo que pretendo decir que creo es bastante expresivo: la ética de la libertad de Rothbard. Dicha ética, por todos los lectores seguro bien conocida, se construye a partir de un único principio, el axioma de la no-agresión, según el cual “ningún hombre o grupo de hombres puede agredir a una persona o la propiedad de cualquiera otra”. A partir de dicho principio el hombre sería capaz de establecer todos los principios legales de cualquier sociedad; para ello sólo necesita emplear los métodos que le proporciona la su propia razón (La ética de la libertad, p.43) y que, fundamentalmente, tienen naturaleza lógica, es decir, métodos que nos permiten afirmar la verdad de ciertas proposiciones a partir de otra proposición o conjunto de proposiciones cuya verdad no se discute. Y efectivamente, a partir de dicho principio y por métodos puramente lógicos, Rothbard llega a conclusiones tan verdaderas, pero tan antiintuitivas como la que afirma que “a los padres les asistiría el derecho legal a no tener que alimentar al niño, esto es, a dejarle morir” (pp.150-151).

El proceso lógico que nos conduce a esa conclusión, como comentaba, es atractivo a consecuencia, fundamentalmente, de su rigor y coherencia interna, y la ética resultante es extremadamente racional en el sentido de que todos sus preceptos se siguen de y se compendian en un principio único, cuya solidez parece inatacable. Efectivamente, analizando la ética de la libertad o el discurso libertario se logra la misma satisfacción que se obtiene al ver como un líquido viscoso solidifica formando cristales perfectos. Se llega a la conclusión de que al fin fue posible aquella ética absoluta, completa, elaborada more geometrico a partir de un principio arquimedial y mediante unas pocas reglas sencillas a todos asequibles, con la que soñaron tantos racionalistas ilustrados, preocupados por encontrar para la ética el equivalente al principio de la gravitación universal para física newtoniana. Ningún hombre sensato podrá negar sus tesis de semejante ética ni sustraerse a sus conclusiones, so pena de autocontradecirse e incurrir en la más burda irracionalidad. Ante un sistema moral de esta naturaleza, uno se siente como ante una tecnología, de modo que solucionar un problema moral ya no es una operación distinta de la de despejar un incógnita en una ecuación. Abordar y discutir una cuestión ética tendrá que dejar de dar lugar a interminables discusiones, a discursos cada vez más abstractos, cada vez más alejados del problema que quería solucionarse, y cuyo único corolario es bien afirmación de algún valor vacuo, remoto al problema que se inicialmente se planteaba, o bien la afirmación de que es imposible cualquier tipo de acuerdo.

Sin embargo, el confort ante esa geometría moral puede no ser una ventaja. Es más podría incluso llegar a ser un inconveniente. Veamos por qué.

Isaiah Berlin constató que “el monismo y la fe en un único principio ha resultado ser siempre una fuente de profunda satisfacción tanto intelectual como emocional”; sin embargo, también advirtió de las consecuencias de los sistemas éticos o políticos monistas cuando señaló que“una creencia, más que ninguna otra, es responsable de la masacre de los individuos en los altares de los grandes ideales históricos: es la creencia de que hay una solución definitiva” (Sobre la libertad, p.250). Es decir, la creencia en que hay un principio, un valor, un criterio que permitiría satisfacer simultáneamente todos los conflictos entre intereses humanos, superar todos los conflictos de valores y armonizar cualquier disputa ética o política, a la vez que justificar cualquier acción o decisión que se siguiera de aquel principio supremo. Esa certeza dogmática, añade Berlin (p.251) “es la responsable de que la mayoría de los tiranos e inquisidores despiadados que ha habido en la historia tuvieran la convicción profunda, serena e inamovible de que lo que hacían estaba completamente justificado por su fin”.

Ningún ideal, a juicio de Berlin, debería ser idealizado ni sacralizado, ni siguiera la libertad misma que no debería de ningún modo ser ilimitada porque el respeto por los principios de justicia o la vergüenza ante las flagrantes desigualdades, podrían ser tan básicos en los hombres como el deseo de libertad.

Un problema adicional del monismo es su impracticabilidad, ya que cualquier sistema ético o programa político así elaborado “está condenado, puesto que es bastante inflexible, a toparse con un desarrollo humano no previsto e imprevisible que no podrá acomodar” y, a la postre, termina en la “vivisección social” practicada para mantener incólumes la categorías o ideales absolutos a los que nos hemos vinculado y a partir de los que hemos construido nuestros sistemas.

Sigue Berlin manifestando que este tipo de actitudes son incompatibles con el hecho del pluralismo que subyace al ideal mismo de la libertad negativa, pues éste reclama inmunidad para un ámbito vital porque sabe que no son regulables, armonizables, programables según un patrón único, y afirma que los fines humanos son múltiples, en parte inconmensurables y que están permanentemente en conflicto. Suponer que todos los valores y acciones pueden medirse con un patrón y aparentar que las decisiones morales pueden adoptarse con una regla de cálculo desconoce ese principio liberal básico: el pluralismo. En suma, si bien la proposición que afirma existencia de ese principio moral unitario no es fácilmente demostrable, sí que parece serlo la contraria, es decir, “que es falsa la creencia de que, en principio, hay una fórmula única mediante la cual se pueden realizar de forma armónica todos los fines de los hombres”. Si los fines de los hombres son múltiples y no todos ellos compatibles entre sí, entonces la posibilidad de conflicto y tragedia nunca podrá eliminarse de la vida humana.

Berlin no estaba refiriéndose cuando dejó escritas estas ideas a la ética anarcoliberal, sino a los sistemas éticos deterministas, historicistas, utilitaristas y ultrarracionalistas que dieron lugar a utopías políticas de sobra conocidas, como el comunismo o el fascismo.

Mi duda es si algunas de estas consideraciones podrían ser aplicables, directamente o por analogía, parcialmente o por alusiones, a las éticas anarcoliberales, sin que eso implique obviamente ningún tipo de identificación entre anarcoliberales y comunistas o nazis, sino simplemente una coincidencia en la estructura de su razonamiento moral y en los rasgos formales de sus respectivos sistemas éticos.

La extrema racionalidad de la moral libertaria también me pone sobre la pista de otro frente de crítica a tales sistemas éticos. Y es que no veo el motivo por el que no se haya de tener con la ética la misma consideración que tenemos con el mercado o con el derecho. Si propugnamos y pugnamos por la espontaneidad de estos últimos, si criticamos los vicios y efectos perversos de la planificación, si afirmamos que no hay cabeza de planificador alguno en la que quepa toda la información necesaria para planificar cualquier ámbito de la conducta humana, sean la vida económica a través del correspondiente plan o los últimos aspectos de su comportamiento a través de un orden jurídico omnicomprensivo y totalizante, no veo el motivo por el que hayamos de estar a favor de una ética cien por cien racional y abstracta y contraria a la experiencia acumulada durante siglos de práctica, debate y conflicto moral. De ser cierto esto, también sería cierto lo que afirma John Gray (en Liberalismo, p.125): que “las tendencias anarquistas que han infectado el pensamiento liberal con utopías racionalistas”. Desde este punto de vista, diversos argumentos, además de los puramente lógicos, podrían servir de respaldo, más o menos fuerte, a diversas máximas éticas que podrían quedar así parcialmente fundadas o refutadas a partir de consideraciones utilitaristas, históricas o tradicionales, prudenciales e incluso emocionales.

Aún tengo otras críticas en mente, como, por ejemplo, la extrema idealidad de los presupuestos antropológicos de las éticas anarcoliberales o la identificación entre voluntad y razón, pero por no tenerlos aún elaborados, ni claros, los dejaré para mejor ocasión.

Terminaré añadiendo que, en general, estas conclusiones son un efecto de mi desconfianza hacia los juicios morales formulados de modo apodíctico, hacia la solidez moral y las verdades éticas y que estimo que dicha actitud de recelo y desconfianza es parte del espíritu liberal.En general, considero que se puede ser liberal no por tener fe en un principio único, no por haber quedado cegado por la luz de una verdad unitaria o vencido por la fuerza irresistible de un principio supremo y sanador, sino porque la experiencia, personal e histórica, plagada de eventos confusos, desordenados y a veces contradictorios, nos mueve a serlo.

sábado, agosto 27, 2005

Berlin sobre Rousseau

Continúo mis lecturas veraniegas por las procelosas aguas del antiliberalismo. Después de la Anatomía del antiliberalismo de Stephen Holmes, he pasado a La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana de Isaiah Berlin (a título de curiosidad, Joseph de Maistre es el único que hace doblete y está presente en ambas obras).
En esta ocasión me centraré en el estudio que Berlin hace de la obra de Jean Jacques Rousseau, quien todo sea dicho, y para abrir boca, no sale muy bien parado del análisis pues de él afirma que “es el más grande militante plebeyo de la historia, una especie de golfillo de genio, y figuras como Carlyle y hasta cierto punto Nietzche y sin duda D.H. Lawrence y D’Annunzio, así como los dictadores revolté, petit bourgeois, como Hitler y Mussolini, son sus herederos” y que se le puede considerar como el “fundador del romanticismo y del individualismo desenfrenados, así como el pionero de tantos movimientos del siglo XIX: del socialismo y el comunismo, del autoritarismo y el nacionalismo, del liberalismo democrático y el anarquismo, casi de todo salvo lo que podría llamarse la civilización liberal” (p.66).
La obra del ginebrino es presentada por Berlin como el intento de conciliación de dos valores que Rousseau considera absolutos: el de la libertad humana y el de la autoridad implítica en las reglas necesarias para ordenar la convivencia de los individuos.
Rousseau considera que el hombre es libre y que en la libertad de elección sin coacción y en la libertad moral reside su humanidad.
Al tiempo, sabe que el hombre vive en sociedad y que, por consiguiente, ésta tiene que estar sujeta a reglas que permitan la convivencia y que los hombres logren sus deseos sin frustrar los de los demás.
A diferencia de otros pensadores que compusieron diversos equilibrios entre ambos valores (véase Hobbes que se decantó por la autoridad o Locke que buscó el punto de equilibrio en un punto más próximo a la libertad natural de los individuos), Rousseau considera que son valores absolutos y que, por lo tanto, no valen componendas ni excepciones entre ellos.
La paradoja está servida: ¿cómo puedo ser absolutamente libre en una sociedad reglada?; y Rousseau intentará resolverla buscando una forma de asociación o un principio organizador de la convivencia bajo el cual cada quien uniéndose a todos, sin embargo, no se obedezca más que a sí mismo y siga siendo tan libre como antes. Lo encuentra a partir del recurso a los siguientes recursos: la armonía natural, la racionalidad humana, el contrato social y la voluntad de todos. Veamos el proceso con un cierto detalle.
Ya dije que Rousseau considera que la libertad consiste en que los hombres deseen ciertas cosas y que no se les impida perseguirlas. Es evidente que los hombres desearán aquello que consideran que es bueno para ellos y también es evidente que existirán casos en los que diversos deseos de distintos individuos no sean compatibles, es decir, no pueda ser satisfecho uno sin frustrar el otro. Sin embargo, Rousseau cree superar este escollo afirmando que tanto la naturaleza como la razón humana son armoniosas, luego los deseos racionales de los individuos nunca podrán entrar en oposición entre sí y justo será aquello que satisfaga los deseos racionales de los individuos. Si la naturaleza es armoniosa, entonces cualquier cosa que satisfaga a un hombre racional debe ser de tal índole que sea compatible, sea como fuere, con cualquier cosa que satisfaga a otro hombre racional y si un hombre desea lo irracional es porque está corrompido, porque no es natural.
Esta suerte de unificación de las voluntades a partir de la idea de lo justo, lo natural, lo racional o el bien es lo que permite a Rousseau afirmar que tiene sentido hablar de una voluntad general, que es la de los hombres reunidos en la asamblea y que es distinta de la mera agregación de las voluntades de todos y cada uno de ellos. Además, Rousseau considera que la voluntad general será operativa, es decir, que será posible alcanzar ese punto de encuentro o consenso entre los deseos de todos, pues al fin y al cabo, no es posible afirmar que el hombre por naturaleza se aleja de lo racional, es decir, de lo que para él es natural con lo que finalmente todos terminarán deseando lo que es racional, es decir, lo que es igualmente bueno para ellos como para los demás.
De este modo lograría Rousseau conciliar libertad y autoridad: afirmando que para ser libres en sociedad es necesario obedecer la ley moral. Lo que Rousseau afirma en suma, es que dejan de ser cadenas a nuestra libertad aquellas que nos imponemos racionalmente, pues el dominio de sí mismo no es dominio, sino libertad. La afirmación así formulada podría resultar incluso suscribible, pero deja de serlo cuando consideramos que lo racional no es lo que nosotros percibimos como racional, sino que tiene existencia objetiva, con lo que también dejarían de ser cadenas las que nos impone la comunidad en la que vivimos e incluso (¿por qué no?) las que otros nos imponen racionalmente. Dicho de otro modo, somos libres cuando somos sumisos a decisiones racionales, del mismo modo que obligar a alguien a comportarse de modo racional no es, de ninguna manera, coaccionarle, sino obligarle a ser libre.
Esta conclusión fue bien aprendida, a juicio de Berlin, por personajes tan siniestros como Robespierre, Hitler, Mussolini o los comunistas, quienes argumentaron o argumentan que los hombres no saben lo que en realidad desean y que, por lo tanto, al desearlo ellos por los demás, les estarían dando, en algún sentido oculto, lo que en realidad desean y les conviene desear. Y es así, concluye Berlin, como desde el concepto de libertad absoluta, terminamos alcanzando, de la mano de Rousseau, la noción de despotismo absoluto (p.73).

viernes, agosto 19, 2005

Liberal-pesimismo

¿Cuántas veces, en el curso de vuestras discusiones con los antiliberales, os han reprochado el tener una concepción pueril y bucólica, por optimista e ingenua, de la condición humana? A mí más de una.
Mucho me ha costado (¡en ocasiones no he podido, lo reconozco!) convencer a mis interlocutores de que era más bien al contrario: que era precisamente mi realismo o mi desconfianza ante las malas artes de mis congéneres una de las razones que me movía a afirmarme día a día como liberal y que es por temor a lo que cualquier ser humano pudiera llegar a hacer al resto de la humanidad, por lo que me resistía a conferirle el poder necesario poder para llevarlo a cabo. Insistía en que descartada la posibilidad de una catarsis beatífica que nos transmutara a todos en ángeles incapaces del mal, el único modo de superar las aflicciones que otros puedan causar es minimizando la cantidad de poder de la que disponen para llevar a cabo lo que ellos consideran sus nobles sueños y que para el resto de los seres humanos pueden llegar a ser algo peor que la peor de sus pesadillas.
Esa certeza y ese temor, entre otros, fueron los motivos que me llevaron a incluir la cita de Revel que figura en el encabezamiento de este blog.
Hoy, haciendo repaso a la crítica de Stephen Holmes a la obra de Carl Schmitt, autor este especialmente cualificado por su antiliberalismo, me encontrado con esta otra afirmación, del todo paralela a la citada de Revel, y de la que quiero dejar constancia:

“La verdadera aportación novedosa del liberalismo no fue el optimismo, sino la universalización del pesimismo. El alma de todos los hombres alberga el caos. En consecuencia, precisan ser gobernados –gobernantes tanto como gobernados. Qué duda cabe de que el optimismo ingenuo era menos una peculiaridad de los pensadores liberales, preocupados por los abusos de poder, que del propio Fürher-prinzip de Schmitt. Quienquiera que se esfuerce por proteger la seguridad individual otorgando poderes absolutamente irrestrictos a un solo líder o grupo político, es seguro que infravalora gravemente la omnipresencia del pecado humano.”
(Stephen Holmes, Anatomía del antiliberalismo, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p.86)

jueves, agosto 18, 2005

El País se hace neocon...

... y se adhiere fervientemente a la tesis de Bush según la cual "el avance de la libertad lleva a la paz" al editorializar como sigue:
"(...) gran parte de las amenazas a la seguridad de nuestros ciudadanos se gestan en lugares remotos del globo en los que el nuevo terrorismo internacional ha establecido sus santuarios y bases, y donde tiraniza a las poblaciones locales. Ayudar a que se establezcan en esos Estados regímenes democráticos respetuosos con el derecho internacional es parte del esfuerzo necesario para una paz estable".
Leer el editorial "En defensa de la libertad y la paz" completo.

lunes, agosto 01, 2005

Crítica al comunitarismo

Hace ya unos meses anuncié que dedicaría unos post al comunitarismo y, en concreto, a la que está considerada como una de sus obras fundacionales: Tras la virtud de Alasdair MacIntyre. Entonces ya advertía que el comunitarismo es radicalmente incompatible con el liberalismo en la medida en que se considere que el individualismo es, de algún modo, un presupuesto necesario del liberalismo.
Después de leer el capítulo que dedica Stephen Holmes a Alasdair MacIntyre en su libro Anatomía del antiliberalismo, no puedo menos que confirmar aquella tesis. Sintetizaré algunas de las ideas de Holmes dedica a MacIntyre.
Holmes comienza atacando el diagnóstico que MacIntyre hace de la situación de la moral en las sociedades liberales. MacIntyre afirma en Tras la virtud que la moral en las sociedades occidentales habría estado incursa en un proceso de continua decadencia desde del mundo griego hasta nuestros días, un proceso acelerado de un modo especial en los últimos siglos por causa del individualismo moderno y del liberalismo. El individualismo habría sido el causante de la destrucción de los vínculos morales entre los miembros de las antiguas comunidades humanas a los que habría sustituido por una constelación de valores irreconciliables e intereses antagónicos. A juicio de MacIntyre, algunas teorías morales y políticas de corte colectivista, como el marxismo, no serían hábiles para restablecer la identidad y la integridad moral perdidas. El motivo es bien simple: asumen como presupuesto el mismo individualismo que está en la base del liberalismo, dicho de otro modo, el marxismo tiene de reprochable su parentesco con el liberalismo (p. 124). MacIntyre reprocha a los liberales que desconocen la noción de comunidad (anterior e independiente al individuo) o de bien común (anterior e independiente de cualquier suma de intereses individuales) y que han sustituido las virtudes morales por el egoísmo y los valores morales por intereses que regatean y disputan.
Holmes reprocha a MacIntyre que no considere todos los rasgos de las sociedades que añora ni tampoco los de las sociedades liberales e individualistas que deplora, sino sólo algunos, interesadamente seleccionados.
Olvida, por ejemplo, que las sociedades liberales fueron las primeras en cuestionar los dogmas y prejuicios y en elevar el desacuerdo público a la categoría de fuerza creativa (p.126). Es cierto que la completa libertad para debatir y cuestionar produce incertidumbre y pluralismo moral, pero éste es un precio muy bajo a pagar si tenemos en cuenta los métodos a través de los que lograr que una sociedad sea moralmente homogénea. En esta misma línea, MacIntyre tampoco considera muchas de las características de las extinguidas sociedades comunitaristas. La cohesión moral pudo existir, efectivamente, en algunas sociedades pretéritas, pero en ningún caso fue fruto de un consenso moral o de la especial habilidad y discernimiento moral de sus miembros, sino efecto de la costumbre en el mejor de los casos y, en el peor, de una autoridad incuestionable que lo sustentaba. Una mención aparte como por ejemplo, la esclavitud, felizmente extinguida, ¡precisamente en las sociedades liberales! Como afirma Holmes, ironizando sobre la adoración que MacIntyre profesa hacia el mundo clásico en contraste con su desprecio a las sociedades liberales, “ni aun los más reaccionarios soñarían hoy con proponer el reestablecimiento de la esclavitud, mientras que a juzgar por las apariencias, ni los más ilustrados de entre los filósofos atenienses soñaron jamás con abolirla” (p.142)
Las tesis de MacIntyre son calificadas por Holmes como filoautoritarias y proobediencia (p.128). El motivo: la afirmación de MacIntyre, realizada frente al universalismo crítico liberal, de que ciertos usos morales merecen reverencia y que su aceptación implica la acepción de la autoridad que a ellos subyace, de la que uno debería aprender obedientemente como hace el aprendiz del maestro.
Efectivamente, MacIntyre añora las sociedades en las que los derechos y las obligaciones de los individuos venían prefijados, establecidos en función de criterios exógenos a los propios sujetos y rechaza que los valores morales puedan identificarse con preferencias subjetivas. Ve con admiración la certidumbre moral que ofrecen estas sociedades, frente a la incertidumbre y la debilidad de los valores morales en las sociedades liberales y secularizadas.
Un último comentario para terminar. No se debe caer en el error de pensar que las tesis comunitaristas afirman una mayor o menor socialidad de los individuos, en el sentido de que tomen nota de su tendencia a agruparse para lograr sus fines o de que postulen una mayor o menor estructuración de la sociedad civil en grupos humanos. El hecho de que formemos parte de una o doce asociaciones no tiene nada que ver con el comunitarismo ni tampoco es éste una teoría que valore positivamente o promueva nuestra integración en cuantos más agregados humanos mejor. Las tesis comunitaristas lo que cuestionan es la idea misma de individuo como agente primero y unidad última del debate y la acción moral; sostienen que las comunidades son previas a los individuos y que éstos son creados y conformados por las comunidades a las que invariablemente pertenecen. Afirman que los deberes y derechos de los individuos están ya definidos en la comunidad en la que estos nacen y que, por lo tanto, son previos a todos los miembros de las comunidades a los que les vienen dados. Los comunitaristas niegan que la reflexión moral pueda construirse a partir de presupuestos individualistas. Los modelos contractualistas, según los cuales, individuos plenamente sabedores de sus intereses y fines convienen valores éticos y de organización política o los modelos basados en derechos naturales según los que los individuos son portadores de una serie de derechos que les corresponden por el mero hecho de existir, no tienen sentido en el pensamiento comunitarista. Para los comunitaristas no hay reflexión ética individual posible, pues es la comunidad la que constituye al individuo, la que lo conforma y condiciona su racionalidad. Los valores relevantes en el debate moral, por lo tanto, no son los individuales o los que yo como individuo priorice, sino los valores establecidos en el grupo humano al que me debo y al que irremisiblemente pertenezco.
En suma, el comunitarismo es un genuino rival del liberalismo. Uno más.