Cada vez cuela menos eso de acusar a quien no piensa como tú de fascista. Que alguien que se considera a sí mismo antifascista (sin más credenciales que el hecho de que así lo manifiesta quien lo manifiesta) se crea con el derecho a condenar como fascista a todo aquel que no piensa como él, solo pone de manifiesto cierto simplismo y bastante maniqueísmo en el pensamiento de quien así razona. Eso en el mejor de los casos.
En cualquier caso, el “argumento” finalmente se ha roto de tanto usarlo. Tanto señalar a conservadores, liberales, moderados e incluso socialdemócratas como fascistas para expulsarlos del foro público sin justificación ni réplica, que la acusación ya no cuela ni asusta a nadie. Según de quien venga, es incluso un cumplido y probablemente no has alcanzado la madurez intelectual hasta que no te haces acreedor del insulto de boca de alguno de los vehementes guardianes habituales de las esencias antifascistas.
Sin embargo, cuando la acusación parecía superada, resulta que vuelve a aparecer algo más refinada: ahora, los populistas de izquierdas distinguen entre los fascistas y los que son “causa del fascismo”.
En las últimas semanas, por ejemplo, se han condenado las propuestas del presidente francés recién electo por ser la causa del fascismo, es decir, la causa del resultado electoral del Frente Nacional. Es más, incluso se ha vaticinado una no muy lejana victoria del populismo lepenista francés que será la consecuencia del éxito de ayer de Macron que, por tanto, es su causa y así sucesivamente.
No me parece una conclusión razonable, pero en lugar de presupuestos y vaticinios, intentaré explicarme ¿En qué sentido alguien que se declara a sí mismo social-liberal podría ser causa del fascismo? Francamente creo que en ninguno relevante.
Condenar preventivamente a Macron por ser la causa de la victoria electoral de Le Pen en el 2022 solo podría explicarse si concebimos el espacio político de un modo muy simple, como un espacio donde hay dos fenómenos que compiten entre sí de modo que cualquier contracción de uno es necesariamente la causa de la expansión del otro. En ese marco, cualquier repunte en votos del populismo lepenista será, por tanto, necesariamente consecuencia de las decisiones de gobierno adoptadas por quienes lograron la victoria en las anteriores elecciones.
Ese escenario no solo es implausible. Es escasamente interesante.
Lo que sí que me resulta interesante es que en esa significativa oposición entre liberalismo social y populismo de derechas, el populista de izquierdas se ha situado de perfil y oportunamente al margen. Muchos populistas de izquierdas no han considerado oportuno pedir el voto para Macron para parar a Le Pen. Cuando se les ha llamado la atención sobre lo delicado del asunto o se les ha pedido alguna justificación para la decisión, han señalado, como he leído por ahí, que no iban a elegir entre el fascismo o sus causas. En fin... libertad de expresión y cada cual con su conciencia.
Pero no es exactamente eso lo que me interesa. Lo que me interesa es la dislocación del espacio político y el marco ideológico en que nos encontramos sumidos y como ciertas etiquetas que, cual constelaciones, nos servían para navegar por el proceloso piélago político-ideológico-electoral ya no sirven porque parecen estar fuera de su posición natural.
Pese a que muchos, quizás yo lo haya hecho en alguna ocasión, las daban por fenecidas, pienso que etiquetas tan familiares como las de “izquierda” y “derecha” siguen siendo útiles. No lo son, obviamente, si las identificamos sin más con el bien y el mal, como tan frecuentemente ocurre. Eso es tan ingenuo como ridículo. Sí parecen aún útiles si las ponemos en relación con la mayor o menor querencia por la igualdad o la libertad. No soy nada original si sugiero que es de izquierdas quien, en algun forma, valora más la igualdad que la libertad y de derechas quien, de algún modo, antepone libertad a igualdad. Sé que esto es muy complejo y que presenta muchos niveles y sé que hay versiones de cualquiera de los valores que dicen englobar el sentido del otro. Pero creo que hay cierto poso de sentido en la distinción que se ha mostrado muy difícilmente reductible y por eso no soy partidario de arrojarla por la borda. No en vano, permite distinguir, por ejemplo, entre los populismos de izquierdas (como el Podemos de Pablo Iglesias) y los populismos de derechas (como el Frente Nacional de Marine Le Pen o el UKIP de Nigel Farage).
El problema, como se aprecia, es que esa etiqueta izquierdas/igualdad y derechas/libertad no es la única operativa. Más significativas que las diferencias entre populismos por ser unos de izquierdas y otros de derechas, me parecen los rasgos que comparten los populismos y también aquello a lo que los populismos se oponen.
¿Qué es lo que comparten? Todos los populismos, sean de izquierdas o de derechas, son precisamente eso: populismos.
¿A qué se oponen? Al liberalismo político y democrático en sentido amplio.
Y de nuevo. ¿Qué define al populismo para saber qué es y por qué se opone a lo que se opone?
Pendiente una investigación más profunda, creo que hay dos dimensiones importantes en la definición del populismo: la ética y la política.
El discurso populista está dominado por un rasgo ético radical que no es sino la enésima manifestación de la muy humana tendencia a oponer entre el bien y el mal absolutos. En este caso, la división se da entre el pueblo bueno (la gente) y un enemigo malo y corrompido que es la causa de todos los males del pueblo auténtico. La identificación del enemigo la llevan a cabo los líderes populistas, que aunque no lo parezca son pueblo y no élite. El enemigo auténtico suele ser el que está en el poder, aunque con frecuencia se asocia con los que son algún elemento que sea fácilmente identificable como alguien extraño o distinto, como ocurre, por ejemplo, con los inmigrantes, los ricos, los banqueros, los burócratas o alguna potencia extranjera. Como se dibujan exactamente los contornos de esos dos actores varía, en efecto, de unos países a otros y, pendiente verificación empírica, supongo que es algo que obedecerá a las mayores o menores expectativas electorales del trazo. Lo hemos visto en el discurso de Trump, cuando se dirigía a sus votantes y les decía que hablaba como ellos y que no les insultaba con su discurso. Lo hemos visto en Gran Bretaña con la inmigración y la eurocracia o en Francia donde advertencias referidas a Alemania, el enemigo histórico (!), se han combinado con las acusaciones dirigidas a una supuesta élite antipatriótica que era señalada simultáneamente como responsable de los problemas de deslocalización industrial y de los problemas de seguridad causados por la inmigración musulmana. Lo vemos en España, donde se nos informa que es notorio que hay una trama corrupta política-mediático-financiera-empresarial que mueve los hilos que causan dolor a la gente buena y sencilla.
La consecuencia política de lo anterior y el segundo rasgo común a los populismos es su difícil relación con la democracia liberal y representativa. Los políticos populistas se consideran a sí mismos buenos y parte del buen pueblo. No creen que los intereses del pueblo estén realmente representados si los resultados electorales no son los que ellos se desean, es decir, si la gente real no les vota. Cuando no ganan las elecciones es porque la gente ha votado por miedo, por ignorancia, porque estaba manipulada o porque votaron los demasiado mayores o los demasiado jóvenes. Las preferencias de los populistas en lo que a representación política se refiere apuntan más bien a formas de representación virtual, según las cuales ellos representan al pueblo aun cuando los electores no les votan porque ellos serían la opción elegida si el pueblo fuese auténticamente consciente de sus intereses verdaderos y si no fuese inculto, si no estuviese manipulado, etcétera. Por razones similares, su relación con la democracia liberal es difícil: su preferencia es por modelos de democracia sustancial, donde la validez de las decisiones políticas no es procedimental o formal. Es decir, que el hecho de que una decisión sea válida no depende para ellos del procedimiento por el que se adoptó, sino de la corrección material de lo decidido: el populista no considera válidas las leyes aprobadas en el parlamento cuando no tienen el contenido que ellos suponen que deberían tener. Para ellos solo es válida la decisión democrática que respeta los derechos del pueblo y, recuérdese, estos derechos son los derechos que según ellos corresponden al pueblo y que no tienen por qué coincidir con los derechos que cada integrante singular del pueblo real reclama. Por las mismas razones, el populista no considera legítimo al presidente elegido por mayoría según el procedimiento constitucional, porque el populista considera que ese es un miembro de la élite corrupta y que, por tanto, no tiene derecho a mandar. No en vano, solo el político populista participaría de ese derecho de modo natural. La gente, que solo habla por la boca del populista, ha condenado ya a los demás como simples usurpadores ilegítimos.
Esa oposición, entre variantes del populismo y versiones del liberalismo democrático es la que me parece ha sido dominante en las últimas contiendas electorales. Creo que se está demostrando que la oposición entre izquierdas y derechas es interna y subsidiaria a esa distinción más elemental. Pendiente una teorización más completa, el resultado apunta a un entrecruzamiento de doble nivel entre, de un lado, populistas y liberales y, del otro, izquierda y derecha.
Veamos si la doble distinción tiene algún valor explicativo. Pensemos en Francia, donde a diferencia de lo que existe en España donde solo hay un populismo, hay dos: uno de izquierdas y otro de derechas. Lo dicho ayudaría a explicar las dificultades que han debido experimentar algunos votantes de Melenchon, pues no han despegarse su etiqueta tradicional que los sitúa en la izquierda para votar a una candidata, populista como ellos, pero de derechas. Es precisamente esa comunión populista la que explicaba las numerosas coincidencias entre ambas opciones: rechazo a la austeridad, al euro, a la Unión Europea, a la globalización, etcétera.
Como espero se aprecie también, un populismo de derechas e incluso un populismo fascista podría nutrirse no solo de votantes tradicionales de derechas, sino también de votantes populistas del signo opuesto. Por esa razón, la afirmación de que el liberalismo es, como mucho, tan verdad como la afirmación de que el populismo de izquierdas es la causa del populismo de derechas. Las coincidencias significativas entre los populismos de izquierdas y los de derechas en materia globalización, mercado de trabajo, política asistencial, soberanía económica y monetaria abonan la tesis de la convergencia de ambos. De otro lado, el discurso exaltado y doctrinario con el que típicamente los líderes populistas movilizan a la gente puede servir perfectamente para prender la mecha de un populismo de distinto signo. ¿Acaso dudarán los populistas de izquierdas, convencidos sus votantes de que todo está corrompido, en dar su apoyo a opciones populistas de derechas para así dar a sus líderes otra ocasión de demostrar la verdad de la muy leninista máxima de que cuanto peor, mejor?
En cualquier caso, nadie debería dejarse engañar: el liberalismo no es la causa del fascismo, porque el fascismo es una forma de populismo y el liberalismo, en cualquiera de sus variantes, es la antítesis del populismo. Si algunos votantes de derechas pudieran favorecer a un totalitarismo fascista y terminar siendo su causa, lo serían exactamente en la misma medida en que algunos votantes de izquierdas podrían serlo del totalitarismo comunista. Nada que ver, sin embargo, en esas coordenadas, con el liberalismo genuino.
Es más, el liberalismo es la única vacuna que ha demostrado cierta eficacia en la prevención del populismo en cualquiera de sus versiones. Las razones son su moderación y su insistencia en la pluralidad social ética y política. Frente a la maniquea reducción populista que nos divide en buenos y malos (como lo de los antifascistas a un lado y al otro fascistas y causas del fascismo) solo los liberales presuponemos que la sociedad está formada no por dos partes enemigas, una buena y otra mala, sino por millones de individuos que tienen mucho que ganar con su cooperación y poco con su enfrentamiento. Cada uno de esos individuos es singular y portador de sus propios intereses y sus propias convicciones éticas y lealtades políticas que son fruto de rasgos del carácter, enseñanzas y experiencias personales que son irrepetibles sí y constitutivos de los propios valores que cada individuo suscribe. Coherente con ese presupuesto ético, es nuestra decidida apuesta por la democracia constitucional y representativa, pese todos sus defectos, por sus virtudes y, especialmente, por su marcado contraste con los gobiernos frentistas y cainitas y las sociedades homogéneas y dirigidas que otros favorecen.