Como la Comisaria europea de Comercio, Cecilia Malmström, llevo
toda la tarde extrañado por las palabras de afecto y los homenajes que se le
vienen tributando a Fidel Castro.
Soy consciente de que fue un expresidente de Cuba y de que
las instituciones de gobierno no deben ser hirientes y han de guardar el
apropiado respeto diplomático e institucional.
Sin embargo, no recuerdo palabras tan cálidas cuando
falleció Pinochet, también expresidente, también dictador y bajo cuyo gobierno también
se cometieron terribles crímenes. ¡Me habrían horrorizado!
No vamos a entrar en una guerra de cifras y fuentes, aunque
hay muchas que apuntan a un número mayor de víctimas de Castro que de Pinochet.
De hecho no he encontrado nada en sentido contrario.
Podríamos declarar tablas y dejarlo en tres o cuatro mil por
gorra y hacer como dicen que hizo Roosevelt cuando Stalin sugirió ejecutar a 50.000
oficiales alemanes al término de la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt, al
parecer, propuso dejarlo en 49.000 para evitar que Churchill –que había dicho “preferiría
que me llevaran ahora mismo al jardín de mi casa y me fusilaran antes que
tolerar semejante infamia”– se levantara
de la mesa de la Conferencia de Teherán.
Lo que me sorprende, en cualquier caso, es cómo abundan
quienes consideran que un dictador así, que un dictador como Castro, es un referente personal de sus
valores ideológicos. Cuando eso ocurre, no hay ni claros ni oscuros: lo único
que ocurre es que uno tiene un problema con sus referentes personales, con sus
valores ideológicos o, lo que es más probable, con ambos.
Al margen, me recuerda también aquello sobre lo que teorizó
Kolnai cuando subrayó que esa “contradicción” no obedece a un defecto personal
de nadie ni es un signo de ingenuidad o candidez, sino que es uno de los rasgos
definitorios más profundos y perversos del pensamiento utópico: el pensamiento
utópico es intrínsecamente contradictorio no solo en el obvio sentido de que considera
posible realizar lo imposible. También lo es porque ve libertadores en los tiranos,
identifica opresión con libertad, sumisión con igualdad, miseria con
prosperidad, miedo con seguridad, etcétera. Alguien que piensa así y que se
pone y propone objetivos imposibles y corrompidos, concluye Kolnai, se corrompe
también a sí mismo y a los demás porque destruye la relación natural que existe
entre valores y propósitos de un lado y del otro la acción humana y política.