miércoles, diciembre 21, 2005

Réquiem por la libertad de expresión

Tiene una cara...

Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Libertad de expresión.
1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas, sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras. El presente artículo no impide que los Estados sometan a las empresas de radiodifusión, de cinematografía o de televisión, a un régimen de autorización previa.

Artículo 20 de la Constitución Española:
Se reconocen y protegen los siguientes derechos:
a) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra escrita o cualquier otro medio de reproducción.
c) A comunicar y recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión.

... y una cruz


La cruz: la Llei de l'audiovisual de Catalunya (BOPC núm. 214 pàg. 10 ,4 de agosto de 2005)

lunes, diciembre 19, 2005

Fe y escepticismo

A continuación, alguna información que creo puede ser interesante para dilucidar la naturaleza del liberalismo en tanto que teoría política. En concreto, una distinción que he conocido recientemente leyendo este libro de Michael Oakeshott: la que se da entre la política de la fe y la política del escepticismo, dos estilos opuestos de hacer y entender la política, dos tendencias que inspiran el quehacer político y su comprensión.

En la política de la fe se entiende que la actividad del gobierno está al servicio de la perfección de la humanidad, perfección que, a juicio de quienes participan en este modo de entender la política, no existe pero es posible. Es, desde luego, el gobierno el principal, sino exclusivo, agente de mejoramiento que habrá de culminar en la perfección. La actividad gubernamental es, por tanto, el control y organización de todas las actividades de los hombres a fin de lograr su perfección. Insito en que la actividad de gobernar no es tenida por un mero agente auxiliar en esa búsqueda de la perfección, sino su principal inspirador y su único director. Las actividades y decisiones políticas son generalmente interpretadas, no como recursos temporales o actos estratégicos, sino como medios para llegar a la “verdad” y para hacer que ésta prevalezca sobre el “error”. Bajo las coordenadas de la política de la fe, el acto de gobernar es una actividad ilimitada y el gobierno es omnicompetente: se pretende concentrar todos los esfuerzos y recursos de la comunidad a un fin específico, asegurándose de que ninguno quede sin explotar o se desperdicie. A este estilo de política corresponde elogiar al poder en lugar de avergonzarse o desconfiar de él. Las actividades del poder, por su parte, serán minuciosas, inquisitivas: la sociedad es un gigantesco tablero de juego, los gobernantes son los jugadores y los gobernados una parte de las fichas a mover. Prevalece en todo la razón de estado, santificada como la dedicación a la empresa común de la perfección y, en consecuencia, a los súbditos, más que obediencia, se les reclama entrega, aprobación e incluso amor.

La política del escepticismo entiende la actividad de gobernar como una actividad específica separada de la búsqueda de la perfección humana. El escéptico observa que los hombres viven juntos y que tienden a entrar en conflicto cuando actúan, de ahí que, para evitar que dichos conflictos alcancen dimensiones bárbaras e intolerables, sea necesaria la actividad gubernamental. Ésta subsiste no porque sea buena sino porque es necesaria para disminuir la gravedad de los conflictos humanos reduciendo la posibilidad de que se presenten. El escéptico cree en la economía en el uso del poder: es conveniente que el gobierno siga unas leyes preestablecidas y que respete un sistema de derechos ligado a una serie de mecanismos de reparación. Para el escéptico, los hombres que ocupan el gobierno son de la misma clase que los gobernados, de ahí que tengan todos sus defectos y, en particular, la propensión a rebasar su marco de actuación e imponer a la comunidad un “orden” particularmente favorable a sus propios intereses. El gobierno, bajo las coordenadas de la política del escepticismo, no tiene por objetivo la imposición de ninguna moral específica ni debe de pretender imprimir a las actividades de los gobernados ningún tipo de dirección moral concreta. El alcance y la dirección de las actividades de los gobernados son los que son y solo éstos son competentes para juzgar moralmente sus actividades o las de sus conciudadanos. El gobierno no puede emitir este tipo de juicios: a él no corresponde decidir que es lo bueno o lo correcto pues su único interés es el efecto de la conducta sobre el orden público.

Es relativamente fácil vincular, de un modo más o menos intenso, a las teorías políticas más conocidas con uno de ambos estilos de entender la política. Por ejemplo, pocos dudarían en colocar al marxismo del lado de la política de la fe. En cuanto al liberalismo, yo desde luego lo vincularía indisolublemente a la política del escepticismo, al menos el liberalismo tal y como yo lo entiendo, esto es, en su versión más genuinamente berliniana y agónica bajo cuyas coordenadas no cabe si no ser escéptico en cuanto a la posibilidad de que incluso en una sociedad liberal queden resueltos muchos de los dilemas éticos o políticos que nos atenazan

Otra cuestión distinta es la de determinar qué hacer con ciertas versiones del liberalismo, como por ejemplo el anarcocapitalismo, cien por cien escépticas en lo que a la capacidad de los gobiernos para alcanzar la felicidad general pero que muestran una fe ciega en la capacidad de individuos autogestionarios para alcanzar una cima de perfección social, plasmada en una genuina utopía política, que, sin duda habría provocado la envidia de muchos de los más fervientes partidarios de la política de la fe.