Continúo mis lecturas veraniegas por las procelosas aguas del antiliberalismo. Después de la Anatomía del antiliberalismo de Stephen Holmes, he pasado a La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana de Isaiah Berlin (a título de curiosidad, Joseph de Maistre es el único que hace doblete y está presente en ambas obras).
En esta ocasión me centraré en el estudio que Berlin hace de la obra de Jean Jacques Rousseau, quien todo sea dicho, y para abrir boca, no sale muy bien parado del análisis pues de él afirma que “es el más grande militante plebeyo de la historia, una especie de golfillo de genio, y figuras como Carlyle y hasta cierto punto Nietzche y sin duda D.H. Lawrence y D’Annunzio, así como los dictadores revolté, petit bourgeois, como Hitler y Mussolini, son sus herederos” y que se le puede considerar como el “fundador del romanticismo y del individualismo desenfrenados, así como el pionero de tantos movimientos del siglo XIX: del socialismo y el comunismo, del autoritarismo y el nacionalismo, del liberalismo democrático y el anarquismo, casi de todo salvo lo que podría llamarse la civilización liberal” (p.66).
La obra del ginebrino es presentada por Berlin como el intento de conciliación de dos valores que Rousseau considera absolutos: el de la libertad humana y el de la autoridad implítica en las reglas necesarias para ordenar la convivencia de los individuos.
Rousseau considera que el hombre es libre y que en la libertad de elección sin coacción y en la libertad moral reside su humanidad.
Al tiempo, sabe que el hombre vive en sociedad y que, por consiguiente, ésta tiene que estar sujeta a reglas que permitan la convivencia y que los hombres logren sus deseos sin frustrar los de los demás.
A diferencia de otros pensadores que compusieron diversos equilibrios entre ambos valores (véase Hobbes que se decantó por la autoridad o Locke que buscó el punto de equilibrio en un punto más próximo a la libertad natural de los individuos), Rousseau considera que son valores absolutos y que, por lo tanto, no valen componendas ni excepciones entre ellos.
La paradoja está servida: ¿cómo puedo ser absolutamente libre en una sociedad reglada?; y Rousseau intentará resolverla buscando una forma de asociación o un principio organizador de la convivencia bajo el cual cada quien uniéndose a todos, sin embargo, no se obedezca más que a sí mismo y siga siendo tan libre como antes. Lo encuentra a partir del recurso a los siguientes recursos: la armonía natural, la racionalidad humana, el contrato social y la voluntad de todos. Veamos el proceso con un cierto detalle.
Ya dije que Rousseau considera que la libertad consiste en que los hombres deseen ciertas cosas y que no se les impida perseguirlas. Es evidente que los hombres desearán aquello que consideran que es bueno para ellos y también es evidente que existirán casos en los que diversos deseos de distintos individuos no sean compatibles, es decir, no pueda ser satisfecho uno sin frustrar el otro. Sin embargo, Rousseau cree superar este escollo afirmando que tanto la naturaleza como la razón humana son armoniosas, luego los deseos racionales de los individuos nunca podrán entrar en oposición entre sí y justo será aquello que satisfaga los deseos racionales de los individuos. Si la naturaleza es armoniosa, entonces cualquier cosa que satisfaga a un hombre racional debe ser de tal índole que sea compatible, sea como fuere, con cualquier cosa que satisfaga a otro hombre racional y si un hombre desea lo irracional es porque está corrompido, porque no es natural.
Esta suerte de unificación de las voluntades a partir de la idea de lo justo, lo natural, lo racional o el bien es lo que permite a Rousseau afirmar que tiene sentido hablar de una voluntad general, que es la de los hombres reunidos en la asamblea y que es distinta de la mera agregación de las voluntades de todos y cada uno de ellos. Además, Rousseau considera que la voluntad general será operativa, es decir, que será posible alcanzar ese punto de encuentro o consenso entre los deseos de todos, pues al fin y al cabo, no es posible afirmar que el hombre por naturaleza se aleja de lo racional, es decir, de lo que para él es natural con lo que finalmente todos terminarán deseando lo que es racional, es decir, lo que es igualmente bueno para ellos como para los demás.
De este modo lograría Rousseau conciliar libertad y autoridad: afirmando que para ser libres en sociedad es necesario obedecer la ley moral. Lo que Rousseau afirma en suma, es que dejan de ser cadenas a nuestra libertad aquellas que nos imponemos racionalmente, pues el dominio de sí mismo no es dominio, sino libertad. La afirmación así formulada podría resultar incluso suscribible, pero deja de serlo cuando consideramos que lo racional no es lo que nosotros percibimos como racional, sino que tiene existencia objetiva, con lo que también dejarían de ser cadenas las que nos impone la comunidad en la que vivimos e incluso (¿por qué no?) las que otros nos imponen racionalmente. Dicho de otro modo, somos libres cuando somos sumisos a decisiones racionales, del mismo modo que obligar a alguien a comportarse de modo racional no es, de ninguna manera, coaccionarle, sino obligarle a ser libre.
Esta conclusión fue bien aprendida, a juicio de Berlin, por personajes tan siniestros como Robespierre, Hitler, Mussolini o los comunistas, quienes argumentaron o argumentan que los hombres no saben lo que en realidad desean y que, por lo tanto, al desearlo ellos por los demás, les estarían dando, en algún sentido oculto, lo que en realidad desean y les conviene desear. Y es así, concluye Berlin, como desde el concepto de libertad absoluta, terminamos alcanzando, de la mano de Rousseau, la noción de despotismo absoluto (p.73).
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