sábado, enero 14, 2006

Gray sobre el nacionalismo

Muy recomendable me parece Las dos caras del liberalismo de John Gray*. El libro contiene una relectura del liberalismo político al uso. A juicio del autor, el liberalismo y la tolerancia liberal presentarían dos variantes: una, como doctrina de origen ilustrado y de corte racionalista, que aspiraría a construir un consenso universal (ubique, semper, ab omnibus) sobre los valores que definen lo bueno; otra, como doctrina que reconoce la condición irreductiblemente plural de los conceptos humanos del bien, el carácter inconmensurable de los valores y principios en que se concreta y que, en consecuencia, se contentaría, apenas, con diseñar instituciones que hagan posible la convivencia entre personas y grupos inspirados por distintas visiones de lo bueno, en lugar de pretender generalizar una única imagen de lo moralmente correcto.

Además de esta relectura, en el libro podemos encontrar numerosos pasajes de interés en los que el autor aborda temas de alcance, digamos en términos coloquiales, menos filosófico y más práctico. El problema de los nacionalismos es uno de ellos.

Entre sus consideraciones sobre este asunto hay dos me han sorprendido de un modo especial.

La primera es aquella en la que Gray afirma que el empuje y la pujanza de los nacionalismos en la Europa occidental habrían menguado a lo largo del siglo XX, después de un periodo de máximo vigor acaecido en el XIX. El motivo, a su juicio, sería la configuración de las sociedades europeas como sociedades plurales, consecuencia del incremento de la movilidad personal o de la información y de los procesos de integración económica y política. En este tipo de sociedades internamente plurales, las personas ya no se identifican exclusivamente con un único Estado-Nación ni tampoco con un grupo nacional que aspirase a la condición estatal. Un escocés habría podido fácilmente sentirse escocés a la par que británico y también europeo. En ese contexto, insiste el autor, las reivindicaciones y aspiraciones estatalistas de los movimientos nacionalistas habrían declinado naturalmente.

El argumento de Gray es cuestionable por diversos motivos. Puede, por ejemplo, entenderse referido a un momento presente o, por el contrario, a un tiempo ya superado. Afirmar, en España hoy, que los nacionalismos han perdido vigor en lo que a sus aspiraciones estatalistas es con toda seguridad incierto. Este tipo de reivindicaciones son en nuestro país hoy más vivas que nunca, si bien no habría que menospreciar el peso de factores locales en ese despertar nacional al haberse auspiciado y propiciado la aparición de castas políticas locales cuyo único oxígeno es el victimismo y la revancha.

Sin embargo, podemos dar por bueno el argumento de Gray y aplicarlo al resurgir planificado desde los gobiernos regionales de las aspiraciones nacionalistas en diversas zonas de nuestro país, para así desmontar la soflama zapateril de la España plural. Según el argumento de Gray, el éxito de cualquier proyecto nacionalista requiere la destrucción de la sociedad plural sobre la que aspira a desplegarse, es decir, la transformación de una sociedad en la que las identidades y lealtades se diversifican y solapan, por una sociedad identitariamente uniforme en la que sólo una lealtad, la lealtad a la nación que se promueve, es legítima. Así las cosas, el resurgir del nacionalismo en España no presupondría ni sería consecuencia de la pluralidad del país, como algunos se afanan en convencernos, sino, muy al contrario, de procesos de homogeneización, uniformización e inmersión culturales, lingüísticas e identitarias promovidos coactivamente desde instancias políticas regionales. Dicho con claridad: se es nacionalista y se será más nacionalista, si se es más homogéneo, y no porque se sea plural

La segunda consideración a la que quería referirme es la que vincula al nacionalismo con la guerra. Afirma Gray que uno de los factores que contribuyen al diseño de la identidad es la guerra. Históricamente, en un modelo de guerra entre Estados, habría sido natural la identificación personal con el propio Estado. Hoy esa identificación se diluye, se mezcla con otras identidades locales o globales. Y esa disolución sería efecto, ni más ni menos, que de la superación del modelo westfaliano de sociedad internacional y clausewitziano de guerra, a consecuencia de la aparición del armamento nuclear. Las guerras a gran escala entre Estados habrían quedado superadas a consecuencia de la generalización de este tipo de armamento y, por contra, habrían aparecido nuevas formas de guerra, guerras civiles, guerras de guerrillas, conflictos regionales más o menos difusos, desconocidos antes de la II Guerra Mundial, que habría sido la última guerra clásica. En definitiva, según este argumento, hoy nos identificamos menos con nuestro Estado o hacemos compatible esa identificación con otras concurrentes, porque las guerras ya no son entre Estados sino de un tipo distinto.

Reconozco que nunca me había planteado esa relación entre guerra e identidad y que tengo poca información sobre el tema (Gray se remite a esta referencia: Martin van Creveld, Future War, Londres, Brassey, 1991). Sin embargo, sí que me ha inspirado una reflexión a propósito del efecto identitario que podrían tener fenómenos sobre el choque de civilizaciones o la guerra global contra el terrorismo. De ser cierta la tesis que Gray presenta, cabría esperar un reforzamiento de nuestra identidad occidental a medida que vayamos tomando conciencia de la existencia de una guerra difusa declarada a Occidente. Sin embargo, claro está que ese mismo efecto podría generalizarse en el otro bando.

* No confundir con el otro John Gray, autor de los libros de autoayuda y de relaciones de pareja.

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