Existe una clara incompatibilidad entre democracia y
justicia, al menos, si se trata de una justicia sustancial, incondicional o
absoluta. La democracia es formal o no lo es. No puede ser sustancial: no se
puede definir la democracia diciendo que es el procedimiento que permite
adoptar decisiones correctas, de modo que si lo decidido no es correcto o si el
elegido no decide lo justo, entonces es que no hay democracia.
La democracia tiene sentido solo entre la gente que ha
rechazado la posibilidad de conocer qué es lo correcto. Gente que, como mucho,
en sus momentos de mayor lucidez, admite apenas la posibilidad de considerar que
algo es correcto para sí. Gente que, sin embargo, más pronto que tarde, son
conscientes de su arrogancia y se corrigen, matizan o desdicen. Por eso son
demócratas: porque lo único necesario que admiten es las posibilidad de error y
lo único a lo que no están dispuestos a renunciar es a la posibilidad de
corregirse a sí mismos o de revisar lo decidido.
La democracia presupone necesariamente cierto relativismo
ético y político. Quienes creen incondicionalmente en la justicia de sus
postulados políticos y en la necesidad absoluta de sus recetas y medidas de
justicia social solo consideran democráticos a aquellos procedimientos o decisiones
que impulsan su agenda. Éstos terminan haciendo uso de la democracia similar
al uso que los independentistas hacen del derecho de autodeterminación: solo se
usa una vez; luego ya no más.
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