La lista de los pensadores antiliberales de los que me vengo ocupando este verano sigue con el Conde Henri de Saint-Simon, padre del conocido socialismo utópico. El personaje es singular: aventurero, excéntrico e iluminado, estuvo obsesionado por las obras de ingeniería (proyectó un canal para unir Madrid al mar), en especial las de ingeniería social, ya que Saint-Simon aspiraba a reformar la sociedad con planes tecnológicos para así hacerla coherente. Era profundamente elitista, despreciaba a casi todo el mundo, salvo a los banqueros, industriales y hombres de negocios (¡en esto, paradojas de la vida, me ha llegado a recordar a Ayn Rand!), a los que consideraba la parte fundamental y ejecutiva de su Parlamento tricameral (las otras dos son la Cámara de los Inventos formada por poetas, pintores, etcétera y una segunda formada por matemáticos, físicos, biólogos, químicos, etcétera). Saint-Simon, al término de su vida, fundó algo así como una secta en la que sus miembros vestían una túnica que tenía que abotonar otra persona por la espalda, una forma de mostrar que todos dependemos de alguien y de paso la importancia de la fraternidad universal.
Sin embargo, de entre todos los detalles de la biografía de este loco visionario, hay uno que me ha llamado la atención, por lo fácil que sería predicarlo de tantos progres contemporáneos que se creen claves a la hora de hacer el mundo mejor. Cuentan que pidió a su ayuda de cámara que lo despertara cada mañana con estas palabras: “Levantaos, monsieur le Comte, tenéis grandes cosas que hacer”.
La información la he tomado de aquí.
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