sábado, septiembre 24, 2005

Buscando la felicidad perdida

Recientemente, en algún medio de prensa, se ha suscitado cierta polémica a propósito de la referencia que el proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña hace a la “felicidad”. En concreto, en el Preámbulo del Estatuto podría llegar a establecerse, en caso de aprobarse, algo así como que “una sociedad civil verdaderamente democrática implica la libertad, la igualdad, la justicia y la fraternidad para todos, de modo que sean posibles la felicidad y el bienestar de las personas sin discriminación ni dominación algunas”.

La mención a la felicidad puede, además de resultar un poco cursi, causar extrañeza, cuando lo cierto es que tiene cierta tradición en los textos constitucionales y en las declaraciones de derechos de los dos últimos siglos. He recopilado algunos ejemplos que reproduzco a continuación.

1. La DECLARACION DE DERECHOS DE VIRGINIA (Aprobada el día 12 de junio de 1776) afirma “I. Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de los que, una vez constituidos en sociedad, no puede en lo sucesivo privarse o desposeerse por ningún pacto; a saber, el goce de la vida y de la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad.”

2. La DECLARACIÓN DE DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO (Adoptada por la Asamblea Constituyente francesa del 20 al 26 de agosto de 1789, aceptada por el Rey de Francia el 5 de octubre de 1789.) establece en su Preámbulo que “Los representantes del pueblo francés (…) han resuelto exponer en una declaración solemne estos derechos naturales, imprescriptibles e inalienables; (…) para que las aspiraciones futuras de los ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad general.

3. El artículo 1 de la DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO (24 junio 1793, Año I del gobierno jacobino) establece que “Art. 1 El objetivo de la sociedad es la felicidad común”

4. Por último, cito también la CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1812 que establece que “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen” (Artículo 13).

De todos ellos me interesan sólo dos –el primero, es decir, la Declaración de Virginia y el tercero, esto es, la Declaración de Derechos de los jacobinos– pues son los creo que ilustran el sentido general que tienen las menciones a la felicidad a lo largo de la historia del constitucionalismo.

Las diferencias entre ambos textos saltan a la vista pero aún así las subrayaré: no es lo mismo afirmar que la felicidad es un estado estrictamente individual que afirmar que la felicidad es un estado de la sociedad. Dicho de otro modo, no es lo mismo afirmar que cada uno es feliz a su manera a considerar que sólo se puede ser feliz si se da ciertas condiciones sociales previas, mínimas o necesarias.

Para los Founding Fathers de Virginia cada individuo tiene el derecho inherente a su naturaleza humana a gozar de la vida y a perseguir y obtener la felicidad. Estos objetivos son, lo subrayo de nuevo, asuntos enteramente personales, pues ni siquiera después de constituida la sociedad política o creado el gobierno, puede delegarse a nadie el cometido de hacernos felices o de definir qué es una vida gozosa. Intentar ser feliz es algo que atañe a cada individuo y sobre este punto el Estado nada tiene que hacer, salvo, lógicamente, abstenerse de impedir o obstaculizar a los individuos en su intento por ser felices (Parafraseando a Mises podríamos decir ahora que el gobierno no te puede hacer feliz, pero sí puede impedir que lo seas, y eso precisamente es lo que se le prohíbe hacer cuando se declara que el derecho a gozar de la vida y libertad no son delegables y que por lo tanto quedan fuera de la acción política). Esta proclama es del todo coherente con el clásico principio liberal según el cual cada uno ha de ser competente para la definición e interpretación de sus propios intereses.

Contrasta este planteamiento con el de la Declaración de Derechos jacobina. Ahora la felicidad no es individual sino común y alcanzar ese estado es una finalidad, no de cada uno, sino de la sociedad en su conjunto. Si la felicidad es común, es evidente que definirla es también un asunto común sobre el que está llamado a pronunciarse el pueblo soberano (art. 25 DDHC Año I): sólo él es el llamado a definir qué estados de cosas realizan la felicidad común y qué estados de cosas la menoscaban. Por cierto, que si alguien se siente incómodo en ese estado de felicidad común planificada e insiste definir por sí mismo en qué consiste ser feliz y cómo se logra, pues cabría entender que usurpa parte de una función del soberano y que “todo individuo que usurpe la soberanía debe ser inmediatamente ejecutado por los hombres libres” (art.27 DDHC del Año I).

viernes, septiembre 23, 2005

Monopolios: cualquier tiempo pasado... fue igual

Y si no que le pregunten a Isabel de Inglaterra (1533-1603) quien dijo que los monopolios, concedidos entonces graciosamente por el Monarca y entendidos como una forma de ejercicio de la autoridad real por el particular concesionado, eran "la flor principal de su jardín y la más importante perla de su Corona y diadema".

(Fuente: C.H. McIlwain, Constitucionalismo antiguo y moderno, CEPC, Madrid, 1991. p.149)

(Por cierto, tirón de orejas al autor, al traductor o al editor pues el texto publicado data la frase en 1507, cuando la Reina nació en el 1533. Si alguien dispone del original, puede ayudar a deslindar las responsabilidades...)

martes, septiembre 06, 2005

Socialistas, conservadores y liberales

Diversos textos son de interés a la hora de posicionarse en el espectro político, más allá de la simplona reducción de todo a izquierda/buena y derecha/mala. La clasificación que más me convence, entre otras razones por su sencillez pero no por su simplismo, es la que diferencia entre conservadores, socialistas y liberales.
De ella da buen cuenta Hayek en el conocido "¿Por qué no soy conservador?", publicado, que yo sepa, en Los fundamentos de la libertad y en Principios de un orden social liberal. No tan conocido es el capítulo 10 del libro Liberalismo de John Gray.
Gray también se refiere a los liberales, conservadores y socialistas como las tres grandes tendencias políticas de la Modernidad.
Resumo a continuación las afirmaciones que he considerado más interesantes.
Gray considera que los elementos centrales del pensamiento conservador son la autoridad, la lealtad, la jerarquía y el orden. Los conservadores pensarían que las relaciones de autoridad son aspectos naturales de la vida social anclados en toda comunidad humana y legitimados por su carácter tradicional y no necesitados de justificación racional alguna. Los conservadores son renuentes a abstracciones como la humanidad o el individuo, características del pensamiento liberal. El pensamiento conservador es localista, particularista, recela tanto del individualismo característico especialmente de la filosofía moral liberal como del universalismo característico, en este caso, tanto del pensamiento liberal como también cierto pensamiento socialista.
Otra de las cuestiones que preocupa especialmente a los pensadores conservadores, desde los inicios mismos de la Era Industrial, es el derrumbamiento de las formas ancestrales de vida, de las costumbres y lealtades preindustriales. A la industrialización achacan además el empobrecimiento de las clases populares y la desaparición de los mecanismos tradicionales de supervivencia.
En esta hostilidad hacia la industrialización coinciden con los socialistas (hoy además habría que añadir a los ecologistas a la lista de los enemigos de la industrialización). Paradigmático es el caso de Engels quien el The Conditions of the Working Class in England pinta un cuadro bucólico de la vida preindustrial en contraste con la miseria de su momento. Otros autores socialistas, como Polanyi, también habrían denunciado como el ascenso del liberalismo y del individualismo habrían dado al traste con las formas comunales de vida preindustriales.
Tales acusaciones no pueden ser más infundadas: el siglo XIX fue un siglo de extraordinario crecimiento económico y la industrialización ha tenido innegables efectos benéficos sobre la vida de la gente. En cuanto a los aspectos más inmateriales, como las formas de vida comunal, es también incuestionable que, al menos Inglaterra, ha sido desde antiguo una sociedad profundamente individualista y de espíritu comercial, con lo que el individualismo y el mercantilismo modernos no pudieron sino superponerse a tradiciones que apuntaban en su misma dirección.
No es, sin embargo, en sus falsedades o incorrecciones donde puede encontrarse la mayor debilidad del pensamiento conservador o del socialista frente al liberal. Es en los rasgos y la experiencia histórica de sus modelos políticos alternativos donde se encuentra su punto más flaco.
El pensamiento conservador habría cristalizado en propuestas políticas nacionalistas, estatistas y militaristas. En cuanto a la experiencia socialista no es menos descorazonadora. La solidaridad proletaria internacional fue desterrada después de la Primera Guerra Mundial y los intentos más benévolos, por no citar experiencias particularmente totalitarias y genocidas, de comunidades socialistas habrían terminado colapsando de un modo estrepitoso.
Como alternativas a la sociedad liberal, tanto el conservadurismo como el socialismo habrían fracasado estrepitosamente. Sin embargo, a juicio de Gray, como sistemas teóricos, algunos de sus elementos serían aprovechables por la propia tradición liberal.
Tal es el caso del recelo o desconfianza hacia el continuo cambio moral o del desarrollo económico del conservadurismo, que sería útil para mitigar el optimismo ante cualquier cambio, esto es, la creencia de que todo cambio es positivo, característica de algunos liberales del siglo XIX. La necesidad de conservar o, al menos, valorar en su justa medida las tradiciones culturales y morales, como elementos necesarios del progreso sólido y duradero, aspectos estos del pensamiento conservador, habrían sido asumidos recientemente por muchos pensadores liberales. Dicho reconocimiento del pensamiento liberal al conservador, habría corrido parejo, advierte Gray, a un acercamiento del conservadurismo al liberalismo, especialmente hacia las instituciones de mercado. A este reconocimiento yo añadiría otro: el pensamiento conservador también habría experimentado una simpatía creciente, a lo largo del pasado siglo, por las libertades civiles a las que consideraría elementos imprescindibles para la preservación de los valores, como los familiares o religiosos, hacia los que tiene una particular propensión.
En cuanto al socialismo, la doble aproximación también se habría producido. Ninguna propuesta socialista sensata expresaría hoy, como expresó antaño, una confianza ciega en la planificación central de la economía. Propuestas revisionistas, como Tercera Vía, no estarían más lejos de muchos postulados liberales clásicos de lo que lo están de los textos canónicos del socialismo. En cuanto al aprovechamiento por parte del pensamiento liberal de elementos de la tradición socialista, quizá el reconocimiento, por parte de algunos autores liberales, de que la injusticia de la asignación histórica inicial de recursos podría requerir ciertas medidas correctoras, sería un buen ejemplo. La insistencia en que ciertos servicios y funciones sociales podrían ser proveídos por el Estado, incluso en una organización política liberal, no podría calificarse, concluye Gray, como un rasgo heredado de la tradición socialista, porque dichos elementos habrían estado presentes en el pensamiento liberal desde sus mismos orígenes.

viernes, septiembre 02, 2005

Y sigue... antiliberales: Saint-Simon

La lista de los pensadores antiliberales de los que me vengo ocupando este verano sigue con el Conde Henri de Saint-Simon, padre del conocido socialismo utópico. El personaje es singular: aventurero, excéntrico e iluminado, estuvo obsesionado por las obras de ingeniería (proyectó un canal para unir Madrid al mar), en especial las de ingeniería social, ya que Saint-Simon aspiraba a reformar la sociedad con planes tecnológicos para así hacerla coherente. Era profundamente elitista, despreciaba a casi todo el mundo, salvo a los banqueros, industriales y hombres de negocios (¡en esto, paradojas de la vida, me ha llegado a recordar a Ayn Rand!), a los que consideraba la parte fundamental y ejecutiva de su Parlamento tricameral (las otras dos son la Cámara de los Inventos formada por poetas, pintores, etcétera y una segunda formada por matemáticos, físicos, biólogos, químicos, etcétera). Saint-Simon, al término de su vida, fundó algo así como una secta en la que sus miembros vestían una túnica que tenía que abotonar otra persona por la espalda, una forma de mostrar que todos dependemos de alguien y de paso la importancia de la fraternidad universal.
Sin embargo, de entre todos los detalles de la biografía de este loco visionario, hay uno que me ha llamado la atención, por lo fácil que sería predicarlo de tantos progres contemporáneos que se creen claves a la hora de hacer el mundo mejor. Cuentan que pidió a su ayuda de cámara que lo despertara cada mañana con estas palabras: “Levantaos, monsieur le Comte, tenéis grandes cosas que hacer”.

La información la he tomado de aquí.