Los primeros capítulos de Tras la justicia (cito por la edición bolsillo de Crítica, Barcelona, 2004) están dedicados a diagnosticar la situación actual del debate moral.
El panorama, tal y como la describe MacIntyre, es un tanto inquietante: el discurso moral de hoy no sólo estaría afectado por graves desacuerdos, aparentemente irreductibles, además su lenguaje y sus conceptos se nos mostrarían fraccionarios, dispersos y carentes de sentido global a consecuencia de la pérdida de alguna forma de unidad y sistematicidad que pudo caracterizar en otro momento al discurso moral; como si en un momento dado hubiera desaparecido la filosofía moral y, años después, se hubiera pretendido su rehabilitación a partir de meros recuerdos fragmentarios y de relatos o fuentes escritas dispersas y parcialmente destruidos (pp.14-15).
Efecto y a la vez signo de esa situación sería el predominio del emotivismo en la filosofía moral y, en general, en la cultura actual. El emotivismo es la doctrina según la cual nuestros juicios de valor o proposiciones morales (del tipo “Esto es bueno”) no son nada más que actitudes o sentimientos del tipo de “yo apruebo esto, hazlo tú” o “¡bien por esto!” (p.26). El emotivismo renuncia a encontrar principios morales sólidos porque sencillamente no existen; renuncia a la argumentación racional o al convencimiento y parece preferir la persuasión, la estrategia, la sugestión e incluso la imposición de los propios valores morales.
Este emotivismo, relativista, subjetivista o particularista, estaría vinculado a una clase de sujeto específica: el individuo moderno, moralmente soberano y que ha roto con los límites de la identidad social que le ordenaba a ciertos fines y lo condicionaba moralmente (p.53).
El individuo moderno, a juicio de MacIntyre, una abstracción o un presupuesto ideal o trascendental, pero en absoluto un ser realmente existente. El individuo moderno, además, existiría plenamente al margen de los grupos sociales de los que históricamente forma parte y, prescindiendo de esos grupos, podría ser descrito y analizado.
A diferencia del individuo moderno, serían posibles, de hecho lo habrían sido, otras formas de existencia personal en las que los individuos se identifican a sí mismos y son identificados a través de su pertenencia a una multiplicidad de grupos sociales (desde la familia a la tribu o pueblo), grupos que son su sustancia en el sentido de que definen, en ocasiones, incluso completamente, sus obligaciones y deberes morales.
Frente a este yo-social se yergue el individuo moderno, medida de todas las cosas, y fuente original de cualquier grupo o ente colectivo que sólo existiría con posterioridad a los propios individuos y apenas como un agregado de los mismos.
Pues bien, aquí viene la primera conclusión importante, MacIntyre afirma que este tipo de sujeto está en el origen tanto de la moral individualista y liberal como de la colectivista o socialista y que el debate moral actual se hallaría preso en la tensión, irreductible e irresoluble, entre los valores últimos de la libertad individual y la igualdad material que fundamentan respectivamente las proposiciones morales de las éticas liberal y socialista (p.54).
Reconozco que no sigo muy bien a MacIntyre en este punto. Veo claro que el individuo moderno, tal y como él lo describe, parece estar en el origen de la moral liberal o del individualismo liberal. De hecho él mismo lo describe de modo expreso.
Sin embargo, su afirmación de que el individuo moderno también está en el origen de la moral socialista y del colectivismo está, aparentemente, desprovista de justificación.
La que se me ocurre, y que presento aquí ahora es la siguiente: igual que la moral liberal presupone un individuo unitario, abstracto y universal, la moral socialista se construye a partir de una definición, igualmente unitaria, abstracta y universal, como mínimo, de las necesidades básicas de los individuos (cuando no de sus preferencias más nimias), lo que daría pié a la planificación y la reglamentación de las conductas.
Sea como fuere la asimilación entre ambas manifestaciones de la ética me parece un tanto débil pues no es lo mismo afirmar que todos son iguales en el sentido de que cada uno tiene derecho a definir su propio plan de vida o sus necesidades y preferencias a afirmar que se tiene una definición universal de las necesidades de cada cual (socialismo) o del plan de vida que a cada uno conviene (paternalismo).
No obstante, demos por buena la conclusión de MacIntyre, y admitamos que el debate moral se haya hoy preso en el debate entre libertad e igualdad material (en eso podemos estar fácilmente de acuerdo y si no pensemos en lo que subyace a la famosa frase de Hayek que figura en la portada de liberalismo.org) y convengamos también (esto ya no me parece tan obvio) que ambos planteamientos parten de al menos un presupuesto similar: el de un individuo abstracto, casi fantasmal, cuyos derechos más valiosos (la libertad) o cuyas necesidades básicas son definidibles y definidas con carácter general y al margen de las circunstancias sociales o históricas en las que viven los individuos.
No hay que ser muy lince para intuir que MacIntyre pretenderá superar ese debate aparentemente irreductible que atenaza hoy al debate moral. Pero eso supongo ocurrirá un poco más adelante.
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