martes, abril 26, 2005

A vueltas con el "matrimonio homosexual"

Son muchas las controversias que ha suscitado la propuesta del Gobierno de autorizar matrimonios entre personas del mismo sexo. Entre ellas, por sólo citar dos importantes, se encuentran la posibilidad de lograr ciertos objetivos políticos sin ofender los sentimientos religiosos de un importante sector de la población o el significado exacto de la mención al “hombre y la mujer” de la Constitución española.
Sin embargo, hay otra cuestión sobre la que quiero llamar la atención y que está en relación con la función última u originaria del matrimonio y con el alcance de la capacidad del Estado legislador para diseñar los perfiles de tal institución.
Antes de entrar en materia diré, aunque debería estar de más hacerlo, que no tengo absolutamente nada en contra de nadie y que me parece estupendo que todos, con independencia de nuestras inclinaciones o preferencias sexuales, tengamos los mismos derechos y obligaciones ante el Estado. Desde ese punto de vista, me parece genial que, por ejemplo, dos homosexuales puedan constituir una comunidad de bienes o que un homosexual pueda dejar sus bienes a su pareja o que ésta pueda subrogarse en el contrato de alquiler de su compañero fallecido.
Dicho lo cual, entraré directamente en el tema que quiero comentar presentando las tesis que quiero rebatir. Para exponerlas me valdré de la argumentación que sostendría un oponente imaginario que afirmara lo siguiente: “Entiendo que haya quienes puedan sentirse molestos por la regulación del matrimonio homosexual, pero quienes se ofenden han de tener en cuenta que lo que el Estado regula es el matrimonio civil y no el matrimonio religioso que no se ve afectado por la regulación del gobierno. Dicho de otro modo, la palabra ‘matrimonio’ designa a diversos a diversos conceptos de matrimonio. Los creyentes no tienen motivos para inquietarse porque el concepto que ahora se modifica es el del matrimonio-jurídico, pero no el del matrimonio-religioso, matrimonio-sacramento o matrimonio-antropológico que quedan incólumes y no se ven afectados por la regulación estatal. Tampoco tienen motivo para quejarse porque en todo caso la competencia del Estado legislador sobre el concepto jurídico de matrimonio es absoluta”.
Pues bien, esa es precisamente la postura que me gustaría cuestionar porque pretendo demostrar que la capacidad del Estado para definir los conceptos, incluso los conceptos jurídicos, es limitada.
Para hacerlo me valdré de un importante apoyo teórico, el que ofrece John Searle, autor de libros como Actos de habla o La construcción de la realidad social. Entre otras muchas cuestiones, en estas obras Searle distingue entre hechos brutos y hechos institucionales que son las nociones que me interesan.
Los hechos brutos son reducibles a meras partículas en campos de fuerza y existirían en el mundo con independencia incluso de nuestra existencia misma. Una piedra, por ejemplo, es un hecho bruto: es un compuesto de partículas y existe en el mundo de modo objetivo, al margen de nuestra propia percepción.
Un hecho institucional –y el matrimonio es un hecho de esta clase- es algo un poco más complejo. Para comprender qué son los hechos institucionales hay que tener en cuenta que los individuos acostumbran a asignar ciertas funciones a ciertos hechos brutos. Por ejemplo, una piedra puede convertirse en un pisapapeles si se emplea para evitar que objetos livianos sean desplazados por las corrientes de aire. Nuestra mente, asignando una función a un hecho bruto, ha creado algo que no existía hasta ese momento: ha creado los pisapapeles. Los pisapapeles son hechos institucionales, si bien muy simples pues hay otros más complejos, como por ejemplo, los juegos, el dinero, el derecho, el lenguaje, el matrimonio, etc.
Pero volvamos al pisapapeles. Es evidente que nuestro pisapapeles en ningún momento ha dejado de ser una piedra. Y también convendréis conmigo que no tiene mucho sentido asignar ciertas funciones a ciertos hechos brutos poco hábiles para cumplir la función asignada. Por ejemplo, no tendría mucho sentido utilizar como pisapapeles una pluma de ave.
Estas dos últimas afirmaciones pueden parecer perogrulladas pero demuestran, a mi juicio, que la asignación de funciones sociales a hechos brutos no borra la naturaleza última de tales hechos y, en segundo lugar, que la asignación de funciones a hechos brutos no es arbitraria.
Intentaré demostrar esa afirmación con un hecho algo más complejo que un pisapapeles: el dinero.
No seré yo quien explique el origen de la institución (mejor aquí), pero simplificando mucho lo que de otros he aprendido, diré que en su origen el dinero nace como un bien que facilita el intercambio de bienes y servicios y de ese modo la satisfacción de los deseos de los individuos; que durante un largo periodo histórico el soporte físico utilizado para ese fin fueron los metales preciosos; y que hoy, tras la nacionalización del dinero, ha desaparecido ese respaldo y nos conformamos con algo (papel o grabaciones magnéticas) que carece en sí de valor, pero que sigue cumpliendo la función en otro momento tuvieron los bienes o los metales preciosos.
Llegado a este punto algún lector podría asombrarse y recriminarme en los siguientes términos: “pretendías demostrar que el Estado no puede disponer completamente del matrimonio y has mostrado que dispone completamente del dinero. Pues si es una analogía, menuda demostración”.
Pido un poco de paciencia y una lectura un poco atenta de lo que he dicho: he afirmado que el Estado ha nacionalizado el dinero y que seguimos empleándolo y asignándole la función que lo originó, pero no he afirmado que seguiríamos haciéndolo si el Estado dispusiese del dinero hasta el punto de que privarlo de todo valor.
¿Qué ocurriría si el Estado vilipendiase tanto el valor del dinero, emitiendo enormes cantidades de papel moneda y generando un proceso hiperinflacionista excepcional tal que el valor de la moneda fuese exactamente el del valor de uso de los materiales de que están hechos los billetes o las monedas? Ocurrirá simplemente que los individuos usarán los billetes de banco para prender fuego y calentarse en el invierno y los metales de las monedas para fabricar clavos. Quizás ocurriese además que los individuos comenzarían a emplear otros objetos como medio de cambio. Algo así, nos cuenta Searle, ocurrió en los últimos años de gobierno comunista en lo que hoy es Rusia: los individuos comenzaron a emplear los cigarrillos como dinero e incluso aquellos que no fumaban aceptaban tabaco a cambio de sus productos, pues sabían que otros aceptarían esos cigarrillos a cambio de los productos que ellos mismos necesitaban.
Esto vendría a demostrar que el poder de disposición de una autoridad sobre una institución no es absoluto. La capacidad de distorsionar lo que sea el dinero por parte del Estado tiene un límite: si lo que el Estado define como dinero pierde a nuestros ojos todo su valor, entonces deja de útil para cumplir la función para la que fue creado y se desvanece como hecho institucional recuperando su naturaleza bruta. Deja de ser dinero y vuelve a ser papel o metal.
Algo similar ocurriría si alguien pretendiera convencernos de que empleemos plumas como pisapapeles o si la Real Academia de la Lengua Española, que define qué es el idioma español, variase aleatoriamente el significado todas de las palabras del diccionario, es decir, que cambiase todos los significados de todas las palabras entre sí. Entonces dejaríamos de usar “su” lengua y seguiríamos utilizando “la nuestra”.
Pues bien ahora volvamos al matrimonio.
No sé a ciencia cierta cual fue su origen primero del matrimonio, pero desde luego sé cuál NO fue. El matrimonio NO fue concebido como un requisito para definir nuestros derechos y deberes ante el Estado ni tampoco como un medio para acceder a ciertas prestaciones sociales. Y eso es precisamente lo que tienen en mente quienes afirman que “se debe reconocer a los homosexuales el derecho a contraer matrimonio porque todos debemos tener los mismos derechos”. Se presupone que el matrimonio es apenas un requisito para acceder a ciertas prestaciones sociales y se desprecian todas las demás facetas que subyacen a la institución matrimonial y que son las que explican por qué el derecho, en un momento determinado, comienza a regularlo y a protegerlo. Da igual lo que el matrimonio fuese antaño o lo que sea desde otros puntos de vista distintos al jurídico, porque mediante el derecho, inspirado en los valores de unos pocos, se redefine, se configura o se diseña a voluntad de quien del derecho dispone.
Si se quiere, por expresarlo en términos conceptuales, se define el concepto jurídico de matrimonio de un modo aislado, solipsista, como si no tuviera relación alguna con otros fenómenos sociales ni con su propia tradición ni con la función originaria (probablemente proteger a la descendencia) que movió a los hombres de hace milenios a proteger y estabilizar jurídicamente ciertas formas de convivencia entre personas hábiles para tener descendencia. Como si el derecho, en lugar de ser una institución social, en lugar de regular acciones e instituciones sociales, las definiese, las crease de la nada y aún más, suplantase a cualquier otro concepto aunque fuese distinto y más antiguo.
Insisto en la comparación con el pisapapeles: que alguien intente convencernos de que el matrimonio es lo que el Estado dice que es, al margen de cualquier otra consideración, es como si alguien pretendiera convencernos de que las plumas de ave son buenos pisapapeles si el Estado así lo afirma.
Y concluyo: afirmar a estas alturas que los políticos utilizan el derecho para dar rienda suelta a su afición por la planificación y la ingeniera social sería una conclusión pobre para este post. Afirmar que algunos políticos pretenden emplear el derecho para alterar los esquemas conceptuales a partir de los que percibimos y definimos lo real y que, por tanto, nos sirven también para definirnos a nosotros ante nosotros mismos, es algo más grave: supone afirmar que ciertos políticos se han medido a ingenieros mentales.

4 comentarios:

Luis I. Gómez dijo...

Perfecto.
Me permito un añadido: el matrimonio como "derecho" es tal, únicamente por mor de la intrusión de estado en los asuntos particulares. Si el estado es quien decide bajo qué criterios se percibe un beneficio fiscal, una pensión o una herencia, es lógico (aberrante, pero lógico) que el estado se arroge la concesión de la necesaria certificación. O sea, tu pluma.
Pues se pongan como se pongan, yo sigo viendo una piedra.

Anónimo dijo...

Apfner: me parece un gran artículo pero nop acabo de aceptar el argumento. De todos modos, como no sé resumir mis objeciones en unas pocas líneas, te contesto con otro escrito, más largo de lo que me gustaría, en mi blog.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Hola a todos:
Desde mi punto de vista, los homosexuales tienen perfecto derecho a unirse , heredar y todo lo que expones arriba, está dentro de su libertad individual.
Pero cuando tus derechos individuales chocan con los derechos de otra persona, la cuestión es bien diferente. Desde mi punto de vista, este es el caso de la adopción por parte de homosexuales, se afecta a niños y con eso hay que tener cuidado.
Sinceramente, creo que para un niño no es lo más adecuado educarse con una pareja homosexual, con todos los respetos hacia las personas, pero los ppsicólogos han advertido hace muchos años de la necesidad de una figura paterna y una figura materna en la educación infantil.
Cuando una pareja se rompe, o cuando un niño se queda huérfano, hay que volcarse con ese niño, porque tenemos conciencia de que le falta una de esas figuras en mayor o menor medida.
Por este motivo estoy en contra de la adopción por parte de homosexuales, aunque me parece bien que se unan de la manera que estimen oportuna con sus derechos.

apfner dijo...

Gracias Luís y Pablo por vuestros comentarios. Pablo quedo esperando tu respuesta; será un placer contrastar (escríbeme un mail -apena@wanadoo.es- porque sigo sin ADSL y ando desconectado, OK?)
Manu, qué quieres que te diga. Desde luego que el matrimonio civil es una intrusión porque el Estado condiciona el modo en que nos unimos a otro prohibiendo ciertos pactos o imponiendo como requisito el estar casado conforme a sus normas para alcanzar el resultado que se lograría mediante esos acuerdos.
Si yo pudiera dar a mi relación con alguien el contenido que yo quisiese, entonces no habrían necesidad alguna de casarse salvo que uno creyese en la sacralidad del matrimonio conforme a cualquier religión, que ese es otro tema.
Pero no se puede porque el Estado no lo permite: me obliga a cotizar por viudedad pero no puedo señalar quien ha de corresponder la pensión de viudedad que yo he cotizado, me dice a quién debo destinar mis bienes y no me deja hacerlo librente y podría seguir.
Que dejen las manos libres a los ciudadanos y sobrarán todas las normas del Código Civil referidas al matrimonio.
El Estado al regular lo único que hace es mostrar que posee el poder de regular el modo en que podemos relacionarnos entre nosotros.
Y que haya quien lo celebre...
Desde luego tampoco sé de qué me extraño. Nos conocemos ya, y que tú defiendas al Estado y los derechos del Estado no me extraña nada de nada. Es totalmente coherente con tu posición ideológica. La gracia es que luego se os llene la boca con los de derechos frente al Estado, en el Estado y a través del Estado, cuando en el fondo los únicos que concebís son los derechos del Estado.
Si quieres te doy bibliografía, pero creo que da un poco igual.
Saludos a todos.