Son muchos los artículos con los que José Carlos Rodríguez nos obsequia desde Libertadigital (a los que hay que sumar sus anotaciones en La hora de todos); sin embargo, el último que ha publicado en ese diario ha despertado en mí ciertas perplejidades y me ha sugerido diversas objeciones que no quiero dejar pasar.
Critica José Carlos Rodríguez en su artículo el activismo judicial por desvirtuar el principio del gobierno de la ley y no de los hombres. Advierte también José Carlos que los jueces de izquierdas son más proclives al activismo judicial y a la retorsión de las cláusulas constitucionales, mientras que los conservadores permanecerían apegados a la letra de la constitución, con lo que serían más proclives a la realización del ideal del Estado de derecho.
No le falta cierta razón histórica en esta última apreciación: uso alternativo del derecho, garantismo o alternativismo son propuestas jurídico-políticas activistas vinculadas a la izquierda, mientras que el originalismo, que propugna interpretar las cláusulas de la constitución no ya literalmente (pues el significado de las palabras varía con el tiempo) sino de acuerdo a las intenciones de aquellos que las aprobaron, es promovido por jueces y juristas conservadores.
Aquí comienzan mis objeciones (no tanto al texto de José Carlos, como a algunas de las que presumo son sus presunciones no explícitas): ¿Es deseable el gobierno de la ley cuando implica interpretar la ley en el sentido literal de sus términos y no se me ocurre un sentido más literal que el que se sigue de la interpretación de la constitución a luz de las intenciones de aquellos que la promovieron? Otra pregunta próxima: ¿es política o moralmente irrelevante la interpretación de las cláusulas de una constitución en el sentido que se sigue de tomar en consideración, exclusivamente, de las intenciones de los constituyentes?
Doy a las dos preguntas respuesta negativa: es decir, opino que no siempre es deseable el gobierno de la ley, especialmente si exige vincularse incondicionalmente a la voluntad de quien la promulgó y que semejante criterio de gobierno no es política o moralmente irrelevante; antes al contrario, nos coloca ante difíciles dilemas políticos o morales como, por ejemplo, sustituir el gobierno de los hombres vivos por el gobierno de los hombres muertos.
Y es que cuando un juez interpreta literal u originalistamente la constitución nos ata a la voluntad de aquellos que la aprobaron. Esto puede no ser problemático si formamos parte de ese grupo pero sí que lo es cuando uno no es así o, aun peor, cuando de ningún modo hubiera podido ser así.
¿Cuándo se da esta última circunstancia? Muy fácil: cuando uno o todos nacieron después de aprobada la constitución o eran demasiado jóvenes como para haber decidido en la correspondiente votación (en el caso de que hubiera sido votada).
Dicho de otro modo, una constitución rígida en manos de un poder judicial conservador de las intenciones de los constituyentes nos tiraniza a todos, pues es garantía de nuestro sometimiento a la generación que promovió la constitución. De ese modo, vemos limitada nuestra capacidad de decisión (incluso democrática) en función de los valores y opciones de una generación de antepasados que ya no existen. (Esta preocupación no es actual: los Founding Fathers previeron el asunto e incluso Jefferson propuso que, ya que la mitad de los que en un momento dado tienen más de 21 años habrían muerto a los 18 años y 8 meses, toda constitución tendría que ser sometida a consideración del conjunto de la ciudadanía transcurrido ese periodo desde su aprobación o desde su última ratificación.)
Vincularse al texto de la constitución no es, por tanto, siempre favorable ni está exento de riesgos. Nos tiraniza y limita nuestra capacidad para el autogobierno pues, por ejemplo, nos impide decidir los asuntos comunes por mayoría y nos impone pesadas reglas de decisión para el caso de querer cambiar algún aspecto constitucionalizado, tanto más pesadas cuanto más rígida y tanto más frecuentes cuanto más detallista o minuciosa sea la constitución. (Véase si no el revuelo que será necesario montar en España para cambiar el orden en la sucesión de
Ese cúmulo de circunstancias ha llevado a ciertos teóricos, en contra de la opinión de José Calos Rodríguez, a ver con buenos ojos cierto activismo judicial, en concreto aquél que evitase la tiranía del pasado y garantizase el autogobierno de cada generación. Desde este punto de vista, una cierta politización de la magistratura no sería negativa, pues al fin y al cabo sería el reflejo actual de los valores políticos y morales mayoritariamente compartidos en el ejercicio de poderes que carecen de legitimidad democrática directa.
Sin embargo, los partidarios del constitucionalismo rechazan estos compromisos y no ven con malos ojos los límites constitucionales al poder de decisión de las legislaturas o de las mayorías si lo que se pretende es atar en corto a un poder legislativo potencialmente agresor de los derechos de todos.
El asunto, la tensión entre el principio constitucional y el democrático, pudiera entrar así en un callejón sin salida.
1. De un lado deseamos la constitucionalización de todos nuestros derechos y en todos sus aspectos, pues si no lo hacemos, los dejamos en manos de las mayorías políticas o parlamentarias siempre proliferantes y expansivas que, tarde o temprano, terminarán por vulnerar y negar los derechos de las minorías.
2. De otro lado sabemos que cuando más rígida, detallista y minuciosa sea una constitución, más y en más aspectos vincula a las generaciones sucesivas a aquella que la aprobó y por lo tanto más vulnerable es a la objeción contramayoritaria, es decir, tanto mayor es su ilegitimidad democrática.
¿Estamos ante una tensión irresoluble? Pudiera ser, aunque personalmente veo ciertos presupuestos en las tesis presentadas que me permiten intuir posibles vías de escape al problema.
Recapitulemos la primera de las posiciones del dilema: si no constitucionalizamos nuestros derechos los dejamos en manos de las mayorías políticas o parlamentarias.
Bien, pero nótese que esta tesis parece presuponer que nuestros derechos están sin definir antes de la constitución y que sólo son definibles constitucionalmente.
¿Es esto siempre cierto? No siempre.
No lo es desde luego para los partidarios de los derechos naturales o de cualquier forma de objetivismo moral según el cual los derechos, como exigencias morales, existirían al margen de su reconocimiento por poderes jurídicos, sean constituyentes o legislativos.
No lo es tampoco para cierto individualismo liberal que, sin necesidad de asumir planteamientos ontológicos tan fuertes como los anteriores, sostendría que la definición de nuestros derechos no es ni un asunto constitucional ni un asunto legislativo, sino un asunto enteramente personal.
El efecto de la ausencia de constitución no es la omnipotencia del legislador o de las mayorías a la hora de definir los derechos de cada uno, porque el único competente para decidir sobre el sentido de sus derechos es el individuo, único soberano originario de sí mismo. Sólo por concierto expreso sería entonces posible su definición constitucional o legislativa.
Una comunidad política de hombres libres, conscientes y celosos de sus propios derechos, previos a cualquier pacto político, no necesita una constitución para garantizar los derechos de todos y cada uno de los individuos frente a los demás, puesto que la definición de todos y cada uno de los derechos de todos no sería un asunto de la agenda política en manos del legislativo. La competencia del legislador en ese modelo de sociedad no queda limitada por la presencia de una constitución, sino por la existencia de individuos celosos de sus libertades que no consentirían ninguna intromisión ajena en las mismas y, lo que es tan importante como lo anterior, tampoco la pretenderían en las ajenas. En una sociedad así la constitución sería prácticamente innecesaria, pues los asuntos sobre los que el legislador elegido democráticamente podría decidir serían pocos y desde luego nadie aceptaría que ninguna mayoría, por ley, quisiera limitar el contenido de sus derechos. Estos en todo caso sólo serían limitables ex post, cuando se demuestre judicialmente que al ejercerlos se ha causado algún daño a otro individuo y que un ejercicio semejante del derecho no es pacíficamente generalizable.
En suma, y por volver a las palabras del artículo de José Carlos Rodríguez: ¿gobierno de la ley o de los hombres? Sin duda gobierno de cada hombre en sus propios asuntos y en cuanto a los asuntos comunes lo mejor es el gobierno de la ley pero aprobada democráticamente por los hombres.
3 comentarios:
Apfner, no es que no te haga caso, es que estoy muy liado. Pero tengo la respuesta pensada y si hay suerte te la escribo mañana.
Un abrazo.
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